A muchos escritores, incluso entre los buenos, hubo que salvarlos del olvido. A Kafka por su parte hubo que salvarlo del kafkismo. Acaso porque el olvido fue, al menos en apariencia, lo que él mismo quería o lo que él mismo procuró; o en todo caso porque la fuerza de irradiación de “lo kafkiano” llegó a ser tal que incluso Kafka empezó a correr el riesgo de ser menos Kafka que kafkiano. 

Todas las lecturas de la crítica literaria pueden comportar deslecturas y relecturas: activar la reversión de un cúmulo de sentidos previos para dar posibilidad a la emergencia de sentidos nuevos. A propósito de Kafka, no obstante, existe eso pero también más: una necesidad más imperiosa de revertir y reajustar. En torno de las interpretaciones esa empresa recrudece. 

No es tal o cual interpretación lo que se pone en discusión, para proponer otras distintas llegado el caso, sino la propia y extendida propensión a consagrar a Kafka como el súmmum de la interpretabilidad. 

Despejados todos estos Kafka por obra de las distintas lecturas, ¿qué Kafka queda? O mejor, ¿qué Kafka surge? El que merece todas las compasiones del mundo, el hacedor de símbolos, el angustiado, el pesimista, el desesperado: en síntesis, ¿qué Kafka se deja ver? No uno, por supuesto, sino varios. Casi tantos como lecturas, casi tantos como lectores. Pero con un rasgo compartido y esencial: siempre la literatura es lo que lo sostiene y le da forma. No su literatura y ni siquiera una literatura, sino la literatura. Aquello que a cada crítico más lo convoca en lo literario es precisamente lo que encuentra en Kafka. 

Aquello que les permite definir a la literatura misma es lo que les sirve a su vez para definir a Kafka y para leerlo.

Cada lectura hace centro en un objeto posible para la pasión literaria. Sobre todo la de los críticos, esos lectores peculiares que escriben las lecturas que hacen. Para todos ha resultado posible inscribir ese objeto de pasión en Kafka. Es el destello que habita en él: el de esos escritores que se muestran capaces de condensar sobre sí lo literario entero, sea como sea que se conciba lo literario. Esa potencia, que en su vida fue debilidad, no deja de hacerle justicia. En su diario se ve de manera casi incesante el esfuerzo cotidiano que hacía Kafka para lograr despejarlo todo y poder por fin quedarse con lo único que de veras quería, con lo único que le importaba, con la literatura. 

Deshacerse por fin de todo para poder ponerse a escribir: esa utopía de escritor culmina en Kafka, hasta volverse absoluta. En vida no le fue posible alcanzarla, salvo con el precio paradójico de la enfermedad agravada y la inminencia de la muerte. Esa clase de plenitud, desencontrada en sus días, quedó alojada en sus textos y fascina a las lecturas, como pasa cada vez que lo imposible se insinúa como posible. Ese todo literario que Kafka ambicionó tanto, ese todo literario que tanto se le escurrió en el agobio rutinario de las interferencias no literarias, dejó pese a todo su huella en la escritura. Por eso los lectores más diversos pueden encontrar un todo literario siempre en Kafka. Se cumple así en sus textos esa promesa que para el propio Kafka no se cumplió. ¿Y no era eso mismo lo que él decía sobre la esperanza? Que hay esperanza, pero no para nosotros. La literatura de Kafka concreta la esperanza a la que Kafka no tuvo acceso, ni siquiera para escribirla.

 

Martín Kohan: Docente, crítico literario, ensayista, narrador.

Fragmento del prólogo a Franz Kafka, La madriguera, Editorial La Compañía de los Libros, Buenos Aires, 2009.