El siglo XXI trajo aparejados cambios en las relaciones sociales. Esto incluye los vínculos entre padres e hijos. El psicoanalista y doctor en Filosofía y en Psicología por la Universidad de Buenos Aires Luciano Lutereau (también coordinador de la Licenciatura en Filosofía de UCES) los analiza minuciosamente en el libro de reciente aparición Más crianza, menos terapia. Ser padres en el Siglo XXI (Editorial Paidós). Claro que el título no refiere a que padres e hijos tengan que pasar menos por el consultorio del psicoanalista: “El menos terapia no es contra la terapia”, aclara el autor. Tampoco se trata de un manual de autoayuda para padres en formación, aunque este docente e investigador de la Facultad de Psicología de la UBA desata varios de los nudos que traban las relaciones parentales de una manera que simplifica el acceso a quien quiera conocer del tema. Pero esa simplificación no implica ausencia de profundidad en absoluto. Todo lo contrario: así como Lutereau hace simples situaciones complejas también complejiza aquellas cosas que los padres muchas veces pasan por alto o no se detienen a pensar con el detalle necesario respecto de sus conductas. Desde cómo se entienden los juegos de los niños, sus miedos, pasando por los trastornos de la alimentación hasta el preguntarse por qué lloran, el autor va desgranando un collar de conceptos que también incluyen al destete, el control de esfínteres, la dificultad para dormir que tienen algunos niños o su falta de aceptación de límites, entre muchas otras aristas temáticas.
“Ser padre es, a veces, no saber qué hacer”, recuerda Lutereau en su libro, que le señaló, a modo de chiste, a un pediatra. El autor lo amplía así: “La función parental siempre confronta con un ideal respecto del cual no se puede estar a la altura. Nuestra época está fuertemente normativizada respecto de lo que se espera de un padre, de una madre, de si son buenos, si son malos, si se ocupan o no. En ese sentido, cada vez más padres se encuentran leyendo libros acerca de cómo ser padres. La tematización de lo que debe ser un padre es algo de actualidad”. Ahora, muchas veces en ese tipo de planteos queda olvidado el punto más importante, según entiende Lutereau: el carácter angustioso. “La posición parental implica, en buena medida, angustias propias de fantasías que es necesario elaborar. En el caso de las madres, esto es especialmente notable porque durante el primer año es muy frecuente que las mujeres que acaban de parir tengan fantasías en torno a la muerte del hijo. Lo mismo empezamos a encontrar hoy en día en padres: el miedo a que le pase algo. Cada vez más el miedo a que le pase algo al hijo está instalado entre las fantasías de los padres actuales, cada vez más se pone la mirada sobre los chicos”, explica el autor.
–¿Los padres que recurren al terapeuta por un niño suelen buscar un hijo ideal o no necesariamente?
–En las consultas actuales hay dos rasgos que son los más importantes. Por un lado, cada vez se consulta por niños más pequeños. De un tiempo a esta parte, la edad cronológica se adelantó. Para mí, hubiera sido impensable hace diez años recibir la consulta por niños que rondan el año de vida. La consulta se adelantó. Por otro lado, los padecimientos son muy distintos de los que se mencionaban hace un tiempo. Era más corriente que se hablara de dificultades para el aprendizaje. Hoy en día, nos encontramos que los motivos de consulta tienen que ver con trastornos del sueño, problemas de la alimentación, aspectos relativos a la higiene. Por ejemplo, chicos que tienen siete años y todavía no duermen solos o que tienen cuatro o cinco años y no dejaron los pañales y que tienen una alimentación muy restringida. Más que la cuestión del ideal que tienen los padres, estos se encuentran con dificultades para la vida cotidiana con los chicos por este tipo de situaciones.
–¿A qué atribuye el adelantamiento de las consultas para edades más pequeñas? ¿Tiene que ver con la sobrecarga informativa de los medios de comunicación respecto de cómo ser padres?
–Tiene que ver con modos de vida. Por un lado, están las modificaciones en los tiempos del trabajo, el estilo de vida asociado a una presencia muy fuerte de las nuevas tecnologías que hacen que, al mismo tiempo, alguien esté en su casa pero conectado con el afuera; o sea, el espacio doméstico como un espacio cerrado está disuelto. Uno ve en la calle a padres que van con sus hijos, y con una mano toman al niño y con la otra al teléfono: están en simultáneo en otro lugar. Además, el tiempo con los hijos es un tiempo en el que se hace otra cosa. No es que antes esto fuera muy distinto. No quiero idealizar, pero me parece que el cambio sustancial es que hoy en día los niños desde muy pequeños se encuentran con padres que llegan a paternidad –o, mejor dicho, a la parentalidad– en una cultura en la que el niño no es visto desde un lugar filiatorio sino en función de las necesidades. Como si con satisfacerle las necesidades alcanzara.
–En relación a la vida moderna, usted menciona en el libro que sólo puede instituirse como padre quien se ha privado en cierta medida de su hijo.
–Hay dos cuestiones ahí que son importantes. Por un lado, desde el psicoanálisis, la maternidad es un enigma. A través del desarrollo psíquico de una mujer, a lo sumo encontramos la constitución del deseo de un hijo. Ahora, de qué forma el deseo de hijo da acceso a la maternidad es, en buena medida, un misterio. Sí nos encontramos con mujeres que en determinados momentos de sus vidas empiezan a desear un hijo. Muchas veces ni siquiera tiene que ver con el deseo de un hijo sino con el querer un embarazo, que son cosas distintas. Aun así, el acceso a la posición materna está bastante obstaculizado en nuestra sociedad. Y, al mismo tiempo, para los varones la paternidad siempre tiene algo de artificialidad. Muchas veces un varón no se preguntó demasiado acerca del deseo de un hijo hasta que vino alguien a comentarle que había un hijo por venir y, entonces, se encontró recién ahí con el tema. De hecho, muchos varones en análisis cuentan que recién empezaron a conectar con sus hijos después del parto. Y lo que venimos viendo como fenómeno cada vez más frecuentemente es que muchos varones postergan la paternidad, no quieren ser padres. En nuestra sociedad, la participación creciente de los varones en la crianza motivó que muchos hombres no quieran tener hijos para no tener que ocuparse de cuestiones vinculadas al cuidado de los hijos. En ese sentido, las funciones parentales (me refiero a la paternidad y a la maternidad) están fuertemente reformuladas en nuestra sociedad, pero al mismo tiempo esa reformulación implicó una relativa destitución de esas funciones.
–En el libro le dedica un importante espacio al tema del juego del niño. ¿Qué valor psíquico tiene lo lúdico en la infancia?
–El juego es la vía fundamental por la que un niño elabora sus conflictos. Pensar al niño sin conflicto es pensar un niño que crecería de la misma manera que una planta. El ser humano crece atravesando conflictos. El juego es la vía por la que el niño trata esos conflictos. Esto es muy importante tenerlo en cuenta porque permite entender que la presencia de conflictos no es, de por sí, patológica. En todo caso, nuestra sociedad suele patologizar los conflictos, pero los conflictos, de por sí, no son patológicos. Respecto de este punto me parece muy valiosa la campaña que viene haciendo Forum Infancias con el lema “Por un niñez libre de etiquetas”.
–¿Por qué algunos padres suelen confundir el fingimiento infantil con la mentira?
–Hoy en día hay poco tiempo para ocuparse de los chicos, con lo cual eso de entrada establece que se espera mucho más que los niños estén entretenidos u ocupados antes que estén jugando porque el niño que juega muchas veces entorpece la vida del adulto. Es el que patea la pelota, el que grita, el que hace ruido. A partir de la poca tolerancia que hay, en términos generales, al juego del niño, no se tiene en cuenta que los niños necesitan, en cierta medida, sustraerse de los adultos, por ejemplo, fingiendo o simulando, que son actitudes muy distintas a las de la mentira porque la mentira se trata de la voluntad de engañar al otro. No es lo mismo querer comprobar de alguna forma que el adulto no sabe y poder hacerle un poco de trampa para encontrar quizás un espacio de indeterminación en el cual sustraerse de la mirada que querer engañar al otro. El imperativo que tienen muchos adultos de querer saber todo, que los niños sean transparentes para ellos, eso lleva a atribuirles mala voluntad.
–Usted también cuestiona la estigmatización que los adultos hacen sobre la supuesta torpeza de los niños. ¿Por qué se da esta situación?
–La torpeza no es simplemente un descuido. Desde el punto de vista de Freud, una de las vías tempranas de tratamiento de la pulsión es a través de la vuelta sobre la persona propia. En este sentido, ser torpe es una forma de satisfacción que, por ejemplo, en niños en quienes no se terminó de establecer el mecanismo de la represión, tratan la pulsión por la vía de la vuelta sobre la propia persona y son más proclives a accidentarse, a lastimarse. Que un niño de cierta edad se siga lastimando frecuentemente o tenga muchos accidentes no es simplemente obra de la casualidad. Esto es algo que hoy en día ocurre, hay muchos accidentes domésticos con niños.
–¿Y con respecto al prejuicio que tienen algunos adultos de que los niños son crueles?
–La crueldad no es algo inmediato en los niños. En todo caso, es una forma de tratamiento de la satisfacción pulsional donde, a veces, se dice que son crueles. Ya sea por celos, por competencia, hay cierto sadismo pero que se mantiene dentro de ciertos límites. Atribuirles perversidad a los niños como si fueran pequeños psicópatas en miniatura es un abuso de términos. Me importa subrayar esto porque estoy en profundo desacuerdo con ciertas ideas que, a veces, plantean que el niño es un manipulador. Se trasladan de la psicopatía al niño cierto tipo de actitudes al estilo de “busca manipularte”, “busca controlarte”, “te quiere generar angustia”, “quiere causarte daño”. Me parece que, en ese sentido, se piensa al niño desde un lugar que es profundamente defensivo. Se le atribuyen al niño los temores y la impotencia del adulto.
–¿Cómo se trabaja el miedo de un niño?
–Los miedos no son patológicos de por sí. No todos los miedos son fóbicos. La fobia sí es un tipo de síntoma, pero muchos de los miedos de los niños son normales y se atraviesan durante la infancia. Inicialmente, el más básico es el miedo a la oscuridad que, con el tiempo, se puede transformar en el temor a que alguien entre a la casa, ya sean ladrones, fantasmas, que luego se puede transformar a que le pase algo al otro, a los padres, o el miedo a quedarse solo. Los miedos van simbolizando la separación del niño respecto del adulto. Por eso, ocupan un lugar tan importante cuando tienen un desarrollo en base a transformaciones. De por sí, el miedo no es algo que haya que medicar ni patologizar porque básicamente crecemos no sólo atravesando conflictos sino también en base a resolver temores.
–¿Qué pasa con el deseo insatisfecho del niño, cuando desea algo y no se le concede de manera inmediata? ¿Es también un prejuicio de los adultos llamar enseguida capricho a eso?
–Esa es una proyección del adulto, cuando se habla de caprichos o berrinches. El deseo del niño, por definición, es un deseo imperativo porque muchas veces en el caso del niño desear algo es equivalente a poseerlo. Entonces, esa posesión es inmediata. Por ejemplo, pasa cuando un niño va a la casa de un amiguito y se quiere llevar algo. Muchas veces, el niño reconoce algo que lo quiere, a través de hacerlo propio. Y muchas veces los adultos clasifican ese tipo de formas de desear como si fueran patológicas y esperan del niño un desarrollo que solamente se logra con el tiempo.
–Usted señala que las penitencias que los padres les hacen a sus hijos son muchas veces modos de venganza. ¿Es venganza hacia sus hijos o a su modo de haber sido criados ellos mismos?
–Pueden ser las dos cosas. Lo que más me importa subrayar de la cuestión de las penitencias es que siempre es muy importante a la hora de retar a un niño pensar cómo se lo reta y en qué momento. Por ejemplo, un niño que todavía no pudo establecer la relación entre sus actos y las consecuencias es inútil amenazarlo con penitencias. Muchos padres nos cuentan que amenazan a sus hijos con que vayan a la habitación a pensar. Y a los dos minutos los chicos están jugando en la habitación. Otro ejemplo: plantearle a un chico de dos años que porque se portó mal no va a comer postre. En ese caso, lo más probable que es que ese niño pida perdón y luego quiera comer el postre porque todavía, a esa edad, pensar una relación directa entre un acto y una consecuencia es algo demasiado anticipado. Lo que me preocupa de ese punto es la voluntad pedagógica de los padres que quieren que los chicos entiendan cosas que todavía no pueden entender. En ese tipo de situaciones, el discurso que uno escucha de los padres es: “Pero él tiene que entender”, sin pensar si el niño está en condiciones de entender. O sea, buscan de una manera coercitiva que el niño entienda cosas para las que quizás todavía no está preparado.
–Establece una diferencia entre la ley (que transmite un criterio) y la regla (que dice qué hacer). ¿Muchos padres confunden, entonces, ley con regla?
–Todos confundimos ley con regla. Son dos cosas absolutamente distintas. Uno puede cumplir con las reglas y estar totalmente fuera de la ley. En cierto punto, puede haber leyes que no prescriban reglas específicas o que cada uno tenga que inventar las reglas para una ley. La distinción fundamental es que una regla establece una conducta; en cambio, una ley siempre actúa sobre quien justamente transmite esa ley. La ley se inscribe en aquel que quiere hacer cumplir la ley para otro. Esto es algo que es muy concreto en el tratamiento con niños, donde muchas veces los padres quieren limitar, y que sus hijos se adecuen a ciertos modos de funcionamientos familiares, pero ellos se sitúan por fuera. En ese punto no hay ley donde quien quiere sostener la ley se plantea en excepción.
–¿Por qué señala que el cuerpo del niño “es un cuerpo abusado por definición”?
–Es una afirmación muy fuerte que quizás escribí en cierto contexto sobre el hecho de que mientras que entre adultos hay una barrera inmediata que hace que dos personas al saludarse reduzcan al mínimo el contacto corporal, con los niños eso no ocurre. Por ejemplo, al encontrarse con un amigo y su hijo o su hija en la calle, lo más probable es que uno directamente salude al niño tocándolo, que le toque la cabeza, o si es muy pequeño pida alzarlo. O sea, la inmediatez del tratamiento corporal del cuerpo del niño no ocurre entre adultos. Cuando un amigo le presenta a su pareja, nadie alzaría a la pareja ni tomaría en brazos a la novia de un amigo. Sin embargo, con los niños nos permitimos la transgresión corporal. Es un aspecto muy central porque sitúa rápidamente al niño como un objeto frente a los otros.
–¿Se puede resumir la tesis del libro en una frase que usted señala: donde hay un niño que crece hay una desadaptación?
–Resumen muy bien lo que venimos hablando en relación a no patologizar los conflictos, a poder soportar la angustia que implica criar niños, a saber que los niños nos interpelan, que la palabra de los niños no se dirige solamente a lo que los adultos saben sino también a lo que no saben, a que la crianza requiere tiempos. ¿A la desadaptación respecto de qué? A la desadaptación respecto del mundo en el que vivimos que cada vez más nos pide más rendimiento, nos pide cada vez más que nos ajustemos a vivir cumpliendo con pautas laborales, con tiempos que tienen que ver con la vida social. Hasta incluso, hoy en día, hay que tener tiempo para responder los mensajes de Messenger o mails. Hay que tener tiempo para un montón de cosas. En ese sentido, la desadaptación respecto de ese mundo objetivante es fundamental.