Este es un país de mujeres que serán recordadas por sus pañuelos. Algunos blancos, como los de las que tienen más de noventa años. Y otros verdes, pintados, antes que en la tela, en la subjetividad de millones de mujeres. Qué alquimia inesperada de época se filtró en nuestro camino. En lo político seguimos enredadxs en discusiones que consisten casi siempre en frases hechas. Esta sociedad es un gran loro que repite lo que escucha. Estaba así, hechizada, cuando de pronto hace tres años emergió Ni una Menos, y gritó. Y lo que gritó fue instantáneamente multitudinario y transversal porque había millones de gargantas esperando. Ese grito apuntó a la más antigua de las colonizaciones. La ancestral. La totalmente naturalizada. La que se llevaba vidas de mujeres, asesinadas con el relato del falso exceso amoroso.
El grito fue primordial. Y se hizo más amplio y llegó a otros países. En el nuestro, la contracorriente feminista es la que constituye hoy una clave que todavía nos emociona y nos sorprende, y que debemos descifrar. Admitiendo todos los plurales que nos caben como mujeres y feministas. Pero además de esta marea apabullante, hecha de cuerpos palpitantes y mucho, mucho pensar en las otras, el pañuelo verde también nos trajo la extraordinaria noticia de estas nuevas generaciones de mujeres, adolescentes hoy, tan templadas, tan firmes, tan yeguas. Tanto más seguras de las que fuimos sus madres a sus edades. Tan sin miedo. Tan dispuestas a esta pelea de muchas generaciones, pero que flamea hoy. Escucharlas hablar y verlas vivir es el mejor relajante espiritual que se puede sentir hoy en la Argentina. Dicen lo que creen, saben lo que dicen, y luchan para conquistarlo. Son ellas nuestra victoria.