La marea llegó a la puerta de casa, subió hasta el estante más alto de la biblioteca y bajó arrastrando mis cuadernos de adolescente.Busco la fecha exacta: junio de 1983. Había terminado la secundaria, colegio de monjas. Cursaba magisterio. Un noviazgo de más de dos años. Embarazada.
Yo no sabía qué quería. Podía casarme y basta. Te estoy hablando de algo que sucedió hace treinta y cinco años, en un pueblo “con tres semáforos”, como dice mi amiga Ana Inés.
Entre la luz verde –esa cosa con plumas que se posa en nuestra alma y canta– y la roja –desembocar todos en el mismo naufragio: el matrimonio, el breve instante del amarillo.
Fue la madre de mi novio quien propuso la interrupción. Consiguió el dato, el dinero, el turno. No se lo dije a mi familia. Fuimos un sábado a la mañana. Bahía Blanca.
Me desperté descompuesta. Casi no volvimos a hablar de eso. Pero yo supe algo.
Reviso mis cuadernos. Ahí está escrito, nueve días después: No me arrepiento, no me olvido.
La marea habitó en mí. Había desobedecido, había pecado. Pasaje directo al infierno. Pero yo ya no quería el paraíso. La posibilidad de un paraíso que nos espera puede ser una cárcel. Desobedecer me había hecho libre y dueña de mí.
En silencio, a través de los años, ese acto secreto y soberano iluminó mi deseo y la confianza en mi propia fuerza y me enseñó una ética de la libertad y la sororidad.
Yo había podido elegir, había sido acompañada, no había puesto en riesgo mi vida. No me había endeudado, no había renunciado a nada. No había necesitado pedir permiso a ningún gobierno, ni corte de justicia, ni confesor.
Pasaron muchos años hasta que empecé a contarlo. Ya había sido madre, había deshecho nudos y miedos. Me reconocía feminista. Empecé a contarlo de una en una, en momentos de intimidad, de ayudas, de rebeldías. Empezamos a encontrarnos las que lo habíamos hecho en la ilegalidad. Empezamos a decirlo cada vez en voz más alta.
Ya madres, tías, abuelas, suegras, las que lo hicimos empezamos a reclamar la misma posibilidad para todas. Ya no nos satisfacía el silencio, la rebelión individual que nos permitió construir una vida a nuestro modo. Queríamos para todas el poder de decidir sobre nuestros cuerpos.
Para todas las mujeres, con sus pañuelos verdes anudados al deseo y la libertad, reclamamos aborto legal, seguro y gratuito.
Antes de volver mi cuaderno de los 19 a su estante, descubro copiados en la primera hoja, con mi letra de piba que se rebelaba contra lo que apenas comprendía, cuatro versos de Alfonsina Storni. Los mismos que, como un rayo, me siguen atravesando todavía:
Pudiera ser que todo lo que en verso he sentidono fuera más que aquello que nunca pudo ser,no fuera más que algo vedado y reprimidode familia en familia, de mujer en mujer.
(*) Poeta e Integrante de la colectiva feminista “Y que los platos los lave otro”.