Nacida un día de 1929, cuando el ex detective Dashiell Hammett escribió Cosecha roja, la novela negra es uno de los géneros literarios y cinematográficos más resistentes, con una larga descendencia que se extiende en el tiempo y en el mapa. Se entiende: de lo que habla el género no es de simples investigaciones policiales con unas trompadas por acá y unos tiros por allá, sino de las entrañas más sucias del capitalismo, con su profusión de poderosos moviendo los hilos del crimen. No hay más que observar el fenómeno del policial nórdico –uno de los más destacados de la literatura de la última década– para dar cuenta de la sostenida vigencia del género. En el campo cinematográfico, a partir de la inmediata posguerra el noir cruzó de Estados Unidos a Europa, dando frutos desde ese momento en países como Francia, Alemania, España, y viajó más tarde a América latina –con algunas manifestaciones en los años 50 y otras desde fines de los 70 en adelante– y Asia, tempranamente en Japón y más recientemente en Corea y China. Donde lo negro corroyó poco hasta ahora fue en los países árabes y en África. Como para ir poniéndose al día, de Egipto llega (aunque su director nació en Estocolmo, y no hay capitales egipcios en la producción) Crimen en El Cairo, que relee a los clásicos desde la más estricta contemporaneidad nacional. Que lo haga con mayor o menor fortuna es otra cuestión.
En enero de 2011, desde la televisión el presidente Mubarak aconseja que la gente se vaya a sus casas “a cuidar a sus hijos”, pero en cambio de eso tienden a converger sobre la plaza Tahrir. En una habitación del hotel Hilton asesinan a una famosa cantante y el comisario de la repartición a cargo avisa a sus detectives que no se metan, porque es un caso delicado. Poco más tarde el fiscal de distrito dictamina suicidio. Un suicidio peculiar, ya que se trató de un degüello. Al mismo tiempo, en el hotel despiden a una chica de la limpieza, que vio al asesino. Por algún motivo que no está claro, ya que dignidad no le sobra, el detective Noredin Mustafá (Fares Fares) decide sin embargo desobedecer a su jefe, yendo a ver a un poderoso empresario de la construcción al que unas fotos comprometen directamente, y buscando más tarde a Salwa, la inmigrante sudanesa que “sabe demasiado”. Mete tanto las narices que, como es obvio, pronto se convertirá en un personaje molesto.
De a ratos, Noredin parece una versión light del maldito policía de Harvey Keitel. Acepta sobornos tanto como cualquiera de sus colegas (la policía de Mubarak está presentada como suele serlo la policía mexicana en Hollywood), sufre de una aguda condición tabáquica y se aferra al porro para olvidar la muerte de su esposa. Como se sabe, el noir y el tango son parientes cercanos. Pero además es inconcebiblemente bobo para tratarse de un detective. Después de que le avisaron con pelos y señales de cierto procedimiento de chantaje y aunque a la femme fatale de turno sólo le falta llevar una remera que diga “Soy la femme fatale”, Noredin va y mete la cabeza justo en la trampa. Más allá de los pespuntes descuidados y su modesta condición de policial medio en tiempos de excelentes series policiales, el principal problema de Crimen en El Cairo es la obviedad con que vincula el mundo del crimen, el del poder y la explotación de los inmigrantes con el régimen de Mubarak, ayudándose con noticieros televisivos y reservando para el final el desemboque de sus agonistas en Plaza Tahrir, justo en el medio de las movilizaciones que derrocarían al régimen.