Parsimoniosa, Ligia Piro camina por el pasaje Discépolo, con un aire zen que parece protegerla de la espesa Buenos Aires. Transita con calma ese par de codos románticos que median entre la Avenida Corrientes y el Picadero, y entra al bar del teatro, como abstraída del presente. Pero no. La cantante de jazz, hija de Susana Rinaldi y Osvaldo Piro, está absolutamente en eje. “La cosa está muy complicada” es lo primero que dice y canaliza el diagnóstico hacia la industria musical. “Los sellos musicales están muy preocupados por lo súper comercial, y yo soy una intérprete, hago música independiente, canto jazz, y eso va en contra de los intereses económicos. Pero entiendo que son decisiones mías que implican un riesgo, en un país donde hasta el agua que se toma es cara.” Así es su manera de ingresar a Love, disco que acaba de publicar y que estrenará en vivo mañana a las 22 en el teatro Coliseo (M.T. de Alvear 1125). “Hacía diez años que no grababa jazz. Y tengo la premisa de no dejar de cantar lo que me gusta, nunca”, apuntala la Piro mujer, que parece haber acumulado ganas suficientes como para salir airosa en el retorno a su primer amor.
–Según indican sus siete discos a la fecha, lo que más le gusta es el jazz, está claro, pero eso no implica que sea su única pasión.
–Y el ejemplo está en que armo los discos como espectáculos. Si puedo meter en un show distintos géneros musicales, lo hago, porque al cabo todo tiene un hilo conductor, aunque del bolero pases a la bossa, y de la bossa vuelvas al jazz, y después te vayas un rato hacia el folklore.
No sería el caso específico de Love, donde prima el jazz que Piro mama de chica. En este caso, optó por dos temas del Sting más jazzman (su ídolo): “Dienda” y “Shape of my heart”; uno de Cole Porter (“Love for sale”) y otro de Duke Ellington llamado “I’m beginning to see the light”. “Son canciones que hablan de amores desencontrados, ideas, pasiones, y eso se logra meter en un espectáculo o un disco, para contar una historia”, afirma Piro, cuyo disco cuenta con los aportes de Lito Vitale, Kevin Johansen y Deborah Dixon, entre otros, y con pautas que la cantante determinó para darle un perfil casi holístico: respetar el idioma inglés, hacer jazz (sin intervenciones de la bossa nova), y mechar algún soulito como “Ain´t no sunshine”, de Bill Withers, o “Love is a losing game”, de Amy Winehouse. “Lo que me inspira, cuando versiono, es hacerme dueña de los textos y las canciones, y convertirlas en historias personales. Recrear algo que te llegue por medios propios, por la interpretación que vos hacés de los temas. Para llegar a eso, estudio mucho los temas antes de grabarlos”, cuenta la cantante, sobre una metodología personal que termina en versiones finas, casi de orfebrería artesanal. “También me baso en las versiones originales, me gusta saber en qué contexto surgió cada tema que grabo.”
–¿Le pasó lo mismo cuando grabó “standards” de folklore en Las flores buenas, su último disco?
–Sí, y no me da escozor versionar porque todo esté cantado, excepto que empiece a cantar temas de autores nuevos... es mi cosa pendiente, digamos.
–¿Por qué el jazz?
–Porque es una música que se transmite de generación en generación, dentro de las mismas familias. Mi vieja, por ejemplo, es amante del jazz. De chica, yo escuchaba los discos que había en casa, y que eran muchos... mis primeros contactos con Billie Holiday y Ella Fitzgerald a los ocho años se los debo a lo que había en casa. Ojo, que también había mucho bolero, mucho folklore, mucha bossa... mi vieja era amiga de Elis Regina, y de Tom Jobim. Recibía los discos de ellos por encomienda, cuando recién salían. Toda esa cultura que ya no existe, estaba dimensionada en los discos que teníamos en casa.
–Buen germen para la melomanía. Su hermano Alfredo tiene esa tendencia, también.
–Es una tendencia familiar, sí. Yo, de chica, tenía un montón de discos a mi alcance, y recuerdo que los iba eligiendo por las tapas. Mi abuela me había regalado un Winco, y recuerdo que “Aguas de marzo” (Regina-Jobim) lo pasé mil veces en ese aparato que tenía en mi cuarto.
–Un ir al detalle que, en los tiempos que corren, parece perdido. La difusión masiva de música por las redes transforma todo en mucho.
–Es mucho todo, sí. Buscás y te aparecen doscientos cincuenta mil cosas... a mi hijo más chico lo tengo que parar para que no suba videos a YouTube ¿Imagine con la música, y con los grandes sellos que puede disponer de una infraestructura gigante para difundirla? Creo que en este contexto, el artista va quedando medio atrás, sobre todo el independiente. En mi caso, y aplicado a la música que hago, le quiero bajar el tono a la vorágine que se vive, porque estoy fagocitada por el hecho de ir a un lugar y que decidan por mí qué música escuchar. O que el auto de al lado me invada con el “pum pum”, o estar en lugares con grandes aglomeraciones de gente. No sé, es todo una locura que te vuelve más introspectiva, más volcada al ostracismo.
–En Doce canciones de amor, el último disco de jazz que grabó antes que éste, ya parece tener esa tendencia al “menos es más”.
–Porque lo grabé solo a voz y guitarra con Ricardo Lew, sí. Buscaba eso, un disco que te acompañe mientras manejás sola, en el auto. Escuchar temas tranquilos que te disparen la cabeza hacia imágenes diferentes de las que te ofrece la ciudad. Mis discos son como antídotos contra la vorágine, y contra un amesetamiento cultural, que hoy se nota mucho.