Creo que una de las primeras noticias que tuve de Sara Gallardo fue una columna en un suplemento de cultura. Allí se recogían algunos dichos de la autora, y me quedó grabado uno que decía que su padre le había contado que uno de sus amigos había leído Eisejuaz (si mal no recuerdo era Eisejuaz) y que le había gustado mucho porque parecía una novela escrita por un hombre. Sara Gallardo se burlaba de esa apreciación y me resultó muy revelador: durante años yo había pensado que para escribir bien no debía notarse que era una mujer la que escribía. Puesta en la anécdota de Gallardo, imaginando su carcajada al relatarla, me sentí tan idiota como el tipo que había hecho esa afirmación. Entonces también se me revelaron otras cosas: no había leído nada de ella, no sabía que existía, dónde estaban sus libros; por qué una autora que había sido reconocida en su época estaba casi borrada de la literatura argentina, apenas un cuarto de siglo después de su muerte.

En una librería de viejo encontré El país del humo. Lo compré entusiasmada, casi sin poder esperar a llegar a casa para leerlo. Sin embargo, no me atrajo, hojeé los cuentos sin apasionarme por ninguno. Más que decepcionarme de Sara Gallardo, me acuerdo que me decepcioné de mí porque no me había gustado. Felizmente no pasó mucho tiempo hasta que di con Enero, esa novelita corta y contundente que narra la desgracia de Nefer, la hija del puestero de una estancia que queda embarazada en una noche confusa: violación o despecho por no ser correspondida por el hombre que ama. Las razones de ese coito son ambiguas, pero lo que está claro es que Nefer no quiere parir al hijo de ese que la tomó una noche de fiesta y calor. La novela sigue el derrotero de la chica tratando de ponerle fin a ese embarazo no querido. Y es justo decir derrotero porque no lo va a lograr, porque será derrotada y terminará casándose obligada con ese que en un momento le dirá: “Y bueno, che, hay que perdonar, el vino es el vino... Y al final, al final, tan mal no lo habrás pasado, ¿eh? digo yo...”.

La voz de Nefer es una voz desesperada y desesperanzada; una voz que pone de manifiesto una y otra vez las desigualdades de clase. Una chica pobre si se embarazada debe parirlo, en cambio las ricas se revuelcan como quieren y se las arreglan, según la madre de Nefer. La virtud, la moral y las buenas costumbres toman cuerpo en los discursos de los dueños de la tierra, pero solo se hacen carne en el cuerpo de las hijas de los peones: ellas no pueden darse el lujo porque después no tendrán dinero para pagar el olvido. Sara Gallardo escribió Enero a los 25 años, a mediados de la década del ‘50. Sesenta años después seguimos discutiendo sobre el mismo asunto: el derecho a abortar de manera libre, segura y gratuita. Las pobres se mueren, las ricas abortan en la clandestinidad. Pero además de interpelarnos acerca de la cuestión de clase, de la desgracia del destino de las mujeres pobres, Enero es una novela hermosa, con pasajes bellísimos: “Cardo –piensa–, cardo, perdiz, bosta, hormiguero, calor”, y luego escucha –un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro– el golpe de las patas en el suelo. Lentamente, el sudor aparece tras las orejas del caballo y corre en hebras oscuras por su cuello, donde el roce de las riendas forma una espuma sucia. Vocecitas, vocecitas, hablan a Nefer, que sigue indiferente. “Vaca –piensa–, una vaca overa, otra y otra. Esa está asoleada. Teros. Dos teros y un pichón grande. ¡Qué fuerte gritan!”

* Escritora, autora de El viento que arrasa y Chicas muertas, entre otros títulos.