Desde París

Aquarius: un nombre luminoso detrás del cual se mueven las sombras de miles de muertos, cientos de miles de refugiados a la deriva, el naufragio de Europa como entidad con capacidad operativa y principios humanitarios, el oportunismo político de las extremas derechas europeas y, en el fondo, las descabelladas aventuras militares de Occidente que, con vagos pretextos humanitarios, desencadenan dramas humanos colectivos. Aquarius es el nombre del barco de Médicos sin Fronteras y SOS Mediterráneo que salvó a cientos de migrantes náufragos frente a las costas de Libia. Italia y Malta rehusaron el desembarco de los refugiados, Francia cerró los ojos y fue finalmente España quien terminó abriendo sus puertos a los más de 600 migrantes a bordo del Aquarius. El destino de esos refugiados abrió una crisis en el seno de la Unión Europea, reforzó los argumentos del eje ultranacionalista compuesto hoy por Austria, Alemania, Hungría e Italia y desencadenó una confrontación diplomática de tono muy alto entre París y Roma.

El presidente francés, Emmanuel Macron, poco hizo para socorrer a los refugiados. Sin embargo, el mandatario denunció el “cinismo y la irresponsabilidad” del Ejecutivo italiano por haber impedido que el Aquarius atracara en sus puertos. La respuesta de Roma llegó de inmediato, primero a través del primer ministro italiano, Giuseppe Conte, quien aseguró que “Italia no puede aceptar lecciones hipócritas de países que en el tema de la migración siempre han preferido mirar hacia otro lado”. La segunda respuesta la protagonizó el líder de la xenófoba Liga y actual Ministro de Interior, Mateo Salvini, quien exigió a Macron que se disculpara por sus palabras (ver recuadro). El supuesto cinismo, en este caso, es un oprobio global desde el principio de la tragedia de los refugiados que acuden a las costas de Europa y que han convertido al Mediterráneo “en uno de los cementerios a cielo abierto más grandes del mundo”, según afirma Olivier Clochard, geógrafo y coordinador del grupo de investigaciones Migrinter. Hoy, migrar es una sentencia de muerte asegurada. Tres estadísticas revelan el horror. United for Intercultural Action (red de 500 ONG) calculó que entre 1993 y 2012 17.000 personas murieron intentando llegar a Europa. La asociación Fortress Europ fijó la cifra en 27.000 para los años que van de 1988 y 2012. La estadística más actual realizada por el consorcio de periodistas The Migrants Files elevó la cifra a 35.000 muertos entre 2000 y 2016. La misma fuente calculó los montos psicodélicos que mueve el Viejo Continente para “luchar” contra la migración y los contrapuso a lo que ganan los traficantes de seres humanos que se benefician con esa migración. Según The Migrants Files, “durante los últimos quince años, traficar con migrantes y refugiados ha generado un beneficio de al menos 15.700 millones de euros para las mafias”. A su vez, el control de las fronteras tuvo un costo de “1.600 millones de euros” y “las políticas de expulsiones y repatriaciones de migrantes han costado al menos 11.300 millones de euros a los países europeos desde el año 2000”.

La persistencia abismal de la tragedia sólo ha beneficiado a las mafias y a las ultraderechas. La versión más actual de esta crisis se desató cuando al ex presidente francés, Nicolas Sarkozy, apoyado por Gran Bretaña, Estados Unidos y la OTAN, se le ocurrió la idea de derrocar al presidente libio Muhammar Khadafi. En marzo de 2011, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la resolución 1973 que autorizó “todas las medidas necesarias (…) para proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles que estén bajo amenaza de ataque”. Lo que hizo Occidente fue decapitar a Kadhafi sin pensar en el mañana y con ello abrió las puertas del infierno. Los primeros migrantes llegaron a la isla italiana de Lampedusa sin que, en ese entonces, la Unión Europea respaldara a Italia, un país repentinamente sumergido por la desesperanza humana y abandonado por sus socios europeos. La situación de indolencia e ineficacia europeas condujo al papa Francisco a Lampedusa, en julio de 2013, en lo que fue su primer desplazamiento como Sumo Pontífice. Allí pronunció la ya famosa frase “la globalización de la indiferencia”.  

No está demás recordar que entre sirios (56% de los migrantes), afganos (24%), iraquíes (10%) y subsaharianos la mayoría de los refugiados huyen de los conflictos que son responsabilidad directa de las potencias occidentales y sus aliados regionales –Arabia Saudita y Qatar principalmente–. Desde el primer momento, la respuesta europea fue policial. Patrullas marítimas (Frontex), control de las fronteras. Al mismo tiempo, como niños en un jardín de infantes que se pelean por un caramelo, los europeos negociaron a través del Reglamento de Dublín mediante el cual se pactan las normas con las cuales cada país de la Unión recibirá en su suelo determinado número de migrantes. Según cifras de la OIM (Organización Internacional de las Migraciones) entre 2010 y 2017 cerca de dos millones de personas buscaron llegar al Viejo Continente a través de varias rutas: el Mediterráneo, los Balcanes, Turquía. Los europeos tuvieron una marcada tendencia a hacer que la problemática de los refugiados fuera responsabilidad del país que los recibe. Pero como lo recordó hace unos días durante un encuentro con medios europeos (Financial Times, Guardian,  Stampa, Süddeutsche Zeitung, Le Monde) el nuevo jefe de la diplomacia española, Josep Borrell, “el problema de la migración no es un problema italiano, como tampoco fue ayer un problema griego o español”. Pero los europeos, presionados políticamente por sus propias opiniones públicas cada vez más antiinmigrante y la enredadera creciente de la extrema derecha, pocas veces ofrecieron una respuesta digna, colectiva y ordenada.

El Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (HCR) reveló que 2017 fue el año más mortífero para los refugiados con 3.100 muertos en el Mediterráneo. Thierry Allafort-Duverger, presidente de Médicos Sin Fronteras Francia (la ONG francesa estuvo implicada en el rescate de los migrantes a bordo del Aquarius), destaca que “desde principios de 2018, más de 6.000 personas fueron recuperadas en el mar por guardacostas libios, en parte financiados por la Unión Europeo. Esas personas fueron luego remitidas a centros no oficiales, donde vuelven a encontrarse con el infierno”.

Estos índices no conmueven a los partidos de extrema derecha. Estos han sabido sacar un provecho político inmenso de esa tragedia humana. Sus porcentajes de adhesión electoral en Austria, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Hungría o Francia son consecuencia directa de la explotación cínica de la crisis de los refugiados. De la mano de Mateo Salvini, Roma, Berlín y Viena acaban de plasmar en Alemania un nuevo frente ultraconservador destinado a “proteger las fronteras”. Mientras la Europa del humanismo miraba hacia otro lado, la Europa ultraconservadora se llevó los mejores beneficios de las vidas humanas que yacen en el fondo del Mediterráneo o siguen en el patíbulo de las fronteras esperando un improbable salvoconducto que les abra las puertas del falso paraíso.

[email protected]