La media sanción de la legalización del aborto es un logro emocionante de la sociedad civil, de las mujeres movilizadas, de las chicas del pañuelo. El Senado es un desafío, pero todo está por verse: la marea verde se extiende como un tsunami. El debate en Diputados, en tanto, mostró por momentos lo peor y lo mejor de los que llamamos “nuestros representantes”. Hubo un trabajo colaborativo de legisladores de distintos bloques tras un objetivo, una conquista. No se trata de abjurar de la disciplina partidaria ni de los partidos. Pero, en este caso, fue notable la unidad y el respeto transversal. Hubo abrazos, lágrimas, felicitaciones y buenos discursos en todas las bancadas. Y legisladores en la calle. Se modificó el proyecto original de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito para sumar adhesiones. Y hubo diputados que cambiaron de posición como consecuencia del debate, de la opinión de expertxs y de mujeres que relataron sus experiencias, que explicaron lo que significa la clandestinidad en los cuerpos. Otros que se vieron interpelados por sus hijas, integrantes de la generación que protagoniza esta revolución. Eso fue lo mejor.
Luego, lo peor. Hubo que escuchar a diputadxs que mentían, injuriaban, ofendían y a unxs cuantxs con serios problemas de comprensión de textos. Muchos compartimos la sensación de perplejidad, de no saber si son o se hacen. “Cuando una perrita queda embarazada no pedimos un aborto, regalamos los perritos”, dijo la diputada Estela Regidor. Hubo comparaciones con marsupiales, se habló de tráfico de cerebros, de cementerios de embriones, se dio a entender que se descartarían todos los fetos con síndorme de Down. La diputada Elisa Carrió aseguró que si las mujeres éramos dueñas de nuestros cuerpos podíamos vender partes, que la multitudinaria manifestación en las afueras del Congreso era “indigenismo urbanista” y que votaría en contra aunque sabía que los abortos clandestinos provocaban la muerte de mujeres.
Hubo al menos dos menciones al terrorismo de Estado. El diputado José Fernando Orellana provocó a los legisladores que nacieron durante el cautiverio de sus madres secuestradas. “Muchos que tienen pañuelos verdes hablaron de la ESMA, pero si las mujeres que parieron allí hubieran abortado varios diputados que están acá no estarían.” El razonamiento no tiene ni pies ni cabeza, es simplemente una canallada. Pero también durante las audiencias en las comisiones se mezcló a la ESMA con el aborto. Las mujeres secuestradas embarazadas cuyos hijos fueron apropiados querían tener a sus niños. La diferencia entre querer ser madre y no querer es lo central en esta discusión. Por eso duele un embarazo deseado que no llega a término y es tortura tener que llevar uno a término si no se desea.
Antes que Orellana, al inicio de la sesión, Nicolás Massot afirmó, en referencia a la legalización del aborto: “Nunca en democracia nos animamos a tanto, tampoco en esos momentos (en la dictadura) nos animamos a tanto”. Más allá del uso de la primera persona del plural, que ya fue muy destacado, se desprende de sus palabras que considera que es más grave autorizar que las mujeres interrumpan voluntariamente un embarazo que los secuestros, torturas, asesinatos y apropiaciones de niños planificados desde el Estado. Pero algo de coherencia tiene porque, como los represores, considera que las mujeres embarazadas son recipientes que contienen algo que otros pueden quedarse o regalar, como los perritos de la diputada Regidor.
Si alguna comparación o analogía se puede hacer entre los abortos y la última dictadura no es la de Massot ni la de Orellana. Si se me permite la cita familiar, en 1992, mi abuela Laura Bonaparte, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora y feminista de la primera hora, escribió un texto que publicó la Comisión por el Derecho al Aborto. “Amigas, nuestros cuerpos no nos pertenecen. La ley cuelga de sus anaqueles nuestros úteros, nuestros genitales. Es muy doloroso transmitirles que aquí, en este querido país mío, la mujer solo recupera la parte de su cuerpo que le es robada por ley, con un acto que la lleva a internarse en el laberinto siempre riesgoso de la clandestinidad. Para las mujeres argentinas la clandestinidad reactualiza vivencias terroríficas. Los consultorios y las clínicas se transforman, en el imaginario social, en campos de concentración clandestinos que los gobiernos militares levantaron en el transcurso de nuestra historia y en antros de las comisarías donde todavía se practica la tortura que lleva muchas veces a la muerte. (…) En todos los países la clandestinidad es una aberración del sistema. En la Argentina tiene sus connotaciones terroríficas”, decía Laura. También, que la jerarquía eclesiástica debía “callarse la boca porque no vaciló ante 30 mil ya nacidos”. Ella no llegó a ver esta unión que propiciaba entre los pañuelos blancos y los verdes. Pero estaría feliz. Y orgullosa.