Enganche en Rusia
Desde Moscú
El Flaco Juan decía que el destino es una mano gigante que te va tratando de agarrar durante toda la vida. Que vas por un caminito y que cuando decidís algo que se aparta de lo que está escrito para vos, esa fuerza que todo lo puede te coloca de nuevo en la ruta establecida. Y ahí aparecen los obstáculos. Y se cierran las puertas. Y la ruta te quiere hacer volver a ella a machetazos. Por eso, el Flaco Juan era un perseguidor de casualidades y un admirador de aquellos que peleaban contra algo. Él veía esperanza en los pibes pobres pero soñadores, en los viejos solos que se enamoran de grandes, en los gordos cuarentones que juegan a la pelota los días de invierno a la noche y en cualquiera que osara contravenir lo establecido. Sin embargo, en aquella tarde de marzo al Flaco Juan ya lo rodeaban los inmensos dedos invisibles del sendero inevitable. Venía apagado hacía meses, taciturno, casi como llevado por inercia a la mesa del bar del club que desde una esquina perdida de Mataderos decidía dónde, cómo y cuándo imtentar. Alrededor de ese pedazo de madera se hablaba de casi todo lo que podía hablarse. Y se apostaba. En sus mejores días, el Flaco Juan era el rey de todas las timbas y era una leyenda.
Un puestero de diarios que lo conocía de pibe decía que una vez lo había visto ganar un fangote con un caballo rengo en San Isidro. Un viejo de Lomas del Mirador que había arrimado un par de veces llegó a asegurar que tenía pruebas de una vez en la que, en el casino de Mar del Plata, había acertado cuatro plenos seguidos al doble cero. Incluso hay quienes comentan en voz baja que a finales de los 90 construyó la parrilla de su casa con una guita que se había conseguido al pronosticar con exactitud la victoria ajedrecística de la computadora Deep Blue ante el bestial Gary Kasparov. Hasta un primo del campo certificaba había acertado el augurio auspicioso de una cosecha de trigo récord luego de dos años de sequía, sólo por sacarle una docena de facturas al peón de una estancia vecina. Pero el Flaco Juan no apostaba más.
Aquella tarde fue, entre todas las tardes, una tarde más de charlas, sueños, vueltos, imaginaciones, cervezas y otras tantas excusas para seguir en pie y que el Flaco Juan siguiera. Algunos jugaban a la Quiniela matutina para seguir la tradición. Otros le ponían una moneda una trifecta en La Plata sin siquiera conocer a uno de los cuidadores de los stud de la época. Estaban los que sometían el costo de un asado al mejor de tres partidos de truco, cuyos ganadores terminaban pagando de todos modos. Pero el Flaco Juan no hablaba, casi como si se le hubieran acabado las buenas manos, las fijas de sábado por la tarde y los números de los sueños de la noche anterior. El ensombrecimiento de su imagen era tan grande como la luz que irradiaron sus hazañas de los años de bonanza. Se es tabadejando... se estaba dejando.
El momento previo a la explosión ocurrió cuando el televisor polvoriento 21 pulgadas de tubo en el que se alternaban partidos de fútbol y carreras de autos mostraba un viejo video de Diego Maradona con una canción pegadiza de fondo. “Live is life”, era el tema del grupo australiano Opus con el que el mejor polvo de Fiorito bailaba al compás de la partitura de un precalentamiento que, más que el prólogo de un partido, era una pulsión musical y futbolera; casi como una de esas teorías matemáticas de números y secuencias que, para el que las entiende, parecen explicar todos los sentidos de las cosas. Y Diego, con una número cinco en la zurda, dejaba sin dudas hasta al mejor preguntador. La cuestión es que la canción sonó y, conforme a que lo hacía, todos fueron girando la cabeza hacia la cajita negra que emitía el célebre compacto. Todos, claro, menos el protagonista de esta historia. Por el minuto dos y medio del compilado de genialidades maradonianas de ese mítico tape, cuando ya nadie hablaba, uno de los muchachos salió del embrujo y lo miró al Flaco Juan, que con los ojos clavados en el suelo, había quedado fuera de tan magistral jugada. Entonces, casi como para provocarle algo, como para pincharlo y sacar del letargo al viejo amigo, ese que vivía en el fondo mismo de ese nuevo hombre meditabundo y gris al que no sabían cómo desentrañar, le espetó con suspicacia:
-¿Y, Flaco? ¿Tenemos chances de ganar en Rusia? ¿Le juego unos manguitos a Messi?
La vista de Juan siguió clavada en el mismo lugar, como pasa ahora con la gente y con los celulares, donde no importan las palabras, sino sólo esa barrera que el aparatito y un tipo forman entre esa unidad y un tercero que emite el mensaje. Un campo invisible. No te dan bola, bah. Los muchachos, entonces, con el respeto de la ocasión para el momento malo de un amigo, decidieron intentar seguir como si nada, haciendo eso, nada, pero poniendo el hombro en aquellos días bravos. Pero de golpe el Flaco movió la cabeza hacia arriba y el aire se cortó. Fue ahí que algo cambió, como cambia la vida una vez que un crack pasa por delante de uno con la pelota volando y el pecho bien inflado. Después de aquella palabra simple, contundente, consejera y terminante, el Flaco Juan encerró todo lo que se esperaba de él en las buenas épocas. Su voz salió carrasposa, distinta a ese silbido fino y tímido de los últimos meses. Emergió aguardentosa como en aquellas victorias burreras y cruzó todo el salón como una estaca que rompió el clima, el tema de los australianos que sonaba en el televisor, el movimiento de las cartas y las fichas y hasta el burbujeo de la cerveza barata y ya tibia que llenaba los vasos. El Flaco Juan pronunció nueve letras definitivas: “¡IMPOSIBLE!”
Después de eso, el silencio, la cruda ausencia del sonido, en una mezcla entre respeto, incredulidad y pesimismo. Alguien, ahí por el fondo fue a apoyar un vaso, pero se frenó a mitad de camino, conmovido por esa palabra. Otro, fumador empedernido, dejó de toser luego de años. El que le había hecho la pregunta, al cabo, empezó a balbucear un intento por ver cómo se seguía, pero fue cortado por una de las alocuciones más memorables que se recuerden en el barrio. Como en los grandes goles, la referencia fue dada por unos a otros, tiempo después. En ese instante, nadie pudo describir lo que pasó: la estupefacción fue demasiado grande.
“¡Imposible, la puta madre!”, dijo el Flaco Juan con la misma gola enardecida y con la sapiencia de los años dorados. “Imposible como era imposible que Messi entrara a jugar con los pibitos del club Grandoli cuando tenía cuatro años, mientras los otros le llevaban una cabeza. Imposible como que no te den bola en tu país y te tengas que ir a otro a pincharte las rodillas todos los días porque no crecés. Imposible como vivir 20 años afuera y seguir hablando como rosarino sin que se te pegue un ‘tú’, un ‘tío’ o una misera palabra de allá”, apuntó, mientras subía el tono a medida que se envalentonaba. “Imposible como tomar la posta de Ronaldinho, como hacer el mejor equipo de la historia, como clonar el gol de Diego a los ingleses, como ganar como mil premios de todos los colores, como ser ídolo de los catalanes sin hablar una palabra de catalán”, siguió. A esas alturas, el Flaco Juan ya estaba parado y miraba hacia la nada, pero hacia arriba, en 45 grados, casi como si se codeara con el horizonte. “¡Imposible, carajo, ustedes no entienden! Nadie entiende. Porque yo sé mucho de probabilidades y por eso gané plata en todos lados, pero ni el mejor científico de la Universidad de Oxford me puede contestar cuáles eran las chances de que en el mismo país en el que había nacido el mejor de todos los tiempos, Maradona, naciera el mejor jugador de todos los tiempos, Messi. ¿Quién lo va a calcular eso? Tu hermana, lo va a calcular. Porque eso ya es difícil, pero ser el mejor todos los días y seguir, y no quejarse, y no agrandarse, y no joder, y no venderse, y tener una sonrisa para cada pibe que se te cruza, eso es imposible”, encadenó. La puerta del club era un desierto. Hasta los autos se habían detenido ante tamaño discurso.
“¿Si vamos a ganar el Mundial de Rusia? ¿Eso querés que te diga? Venimos mal. Cambiamos un montón de técnicos. Le dimos la AFA a una comisión que andá a saber quiénes eran. Nos quieren vender los clubes. A los pibes de inferiores los tratan como mercadería cuando tienen la suerte de que no les hagan cosas peores. A los buenos se los lleva al barro para hacerlos torta y que no destaquen. Los periodistas gritan como condenados y nos condenan. Hay dirigentes que son la mafia y que desgraciadamente juegan en todas las canchas. Y los barras, los barras ni que hablar. Mirá, ganar en Rusia es imposible, pero llevamos con nosotros a Messi, que es un tipo imposible. Y no hay imposible más frágil que el que tiene por delante a un chabón que sabe soñar. Y, dicen los hechos, que en todo este planeta y con todas las probabilidades en contra, no hay soñador más grande que Lionel Andrés Messi”.
A los gritos, el Flaco Juan terminó su parábola y nadie se acuerda si ahí lo aplaudieron, o si simplemente lo abrazaron, o si incluso él se fue rápido, cansado de su esfuerzo más grande en todo el año. De lo que todos están seguros es de que esa fue su última gran hazaña. Algunas semanas después, a mediados de mayo, el Flaco Juan, el compañero y timbero más grande de nuestra historia, murió víctima de un cáncer que lo taló de abajo como el defensor más ingrato. Y yo, que estuve en todas, que lo vi ganar y perder y que lo vi aquella tarde en la que dijo que Messi era un imposible, escribo estas torpes líneas para contarles que después de enterrarlo, cuando los ojos nos explotaban de desazón, la esposa del Flaco vino tímida a un costadito de todos, a mostrarme una hojita impresa y toda arrugada en la que mi amigo, con aquellos últimos raptos de energía, había apostado dos lucas. En un rincón del papel, como siempre, había dejado la descripción de la jugada: “Lionel Messi. 2000 pesos. Campeón del mundo”. Imposible.