La inoperancia de Federico Sturzenegger como presidente del Banco Central era un problema de segundo orden frente a la crisis cambiaria que sacude a la Argentina. El verdadero problema es la política económica de Mauricio Macri. Ni el aumento de la tasa de interés al 40 por ciento, ni el sacrificio de 8500 millones de dólares de las reservas en dos meses, ni el anuncio de un auxilio financiero del FMI por 50 mil millones de dólares, ni el corrimiento de Luis Caputo a la conducción del BCRA lograron regenerar la confianza. El déficit record en divisas que fue amasando el Gobierno con temeridad a lo largo de dos años y medio finalmente provocó la explosión anticipada en estas páginas. El menú de opciones que maneja el recauchutado equipo económico en este momento para detener la sangría de dólares contempla un aumento de la tasa de interés de entre 5 y 10 puntos y un parate fenomenal del gasto público para provocar una recesión de no menos de 5 puntos del PIB en el segundo semestre. El ajuste del déficit de 4 puntos en la cuenta corriente después del Efecto Tequila durante 1995 derivó en una contracción de la actividad económica de 4,4 puntos. El déficit externo actual roza los 5 puntos del PIB, con una fuga de divisas que lo expande a una velocidad avasallante. El desembolso de 15 mil millones de dólares del FMI la próxima semana, con 7500 millones habilitados para intervenir en el mercado con licitaciones diarias a la venezolana -Cambiemos finalmente está edificando el record de convertir a la Argentina en un mix entre Grecia y Venezuela-, es visualizado por el mercado como insuficiente. Sin medidas adicionales, la hemorragia cambiaria no parece tener posibilidades de detenerse más allá de algunos días. El Gobierno necesita de manera urgente estabilizar el tipo de cambio, aunque sea arriba de los 30 pesos, para hacer pie. De lo contrario, el dólar no tiene precio. Si eso ocurre, aumenta el riesgo de contagio sobre el sistema bancario. Las condicionalidades que impone el Fondo Monetario, al establecer que el dólar debe flotar aunque el país se vaya a pique, más que aportar a la solución llevó la crisis a una escala superior. El FMI no se preocupa por la suerte de los argentinos. Lo que busca, como representante del establishment financiero internacional, es evitar el default.
Las anteojeras ideológicas de los funcionarios les impide cambiar de manual. A esta altura que no haya una reversión de la desregulación cambiaria y de la apertura irrestricta para la entrada -algo que ya casi no ocurre- y salida de capitales luce como pura negligencia. El Gobierno debería asumir que dos años y medio de esa política llevó al país a la situación angustiante que se vive por estas horas. Mantener en pie la posibilidad de comprar dólares sin ningún límite forma parte de la dinámica que obligó a un endeudamiento superior a los 100 mil millones de dólares desde diciembre de 2015. Aquellos que embolsan más de 5 millones por mes se llevan en promedio unos 200 millones de las reservas del Banco Central todos los meses. El Gobierno nunca dio una buena explicación de por qué entrega esas divisas para la fuga al mismo tiempo que toma crédito a cuatro manos, antes en los mercados internacionales y ahora del FMI, para financiarlo. El arribo de Caputo y de su ex compañero en el Deutsche Bank, Gustavo Cañonero, al BCRA confirma que la opción elegida es más de lo mismo. Los financistas devenidos en funcionarios se dedicarán a negociar con sus antiguos colegas para que colaboren con el rescate del FMI, claro que asumiendo el Estado el costo que le pidan para obtener las divisas. En mayo esa salida ocurrió con la compra de bonos Bote por parte de los fondos Templeton y Blackrock y pasado mañana se intentará algo similar con la colocación de bonos por el equivalente a 4 mil millones de dólares para descomprimir el vencimiento de las Lebac del día siguiente. El esquema montado, en definitiva, somete a la Argentina a las reglas del capital financiero. La rueda de tomar deuda para pagar deuda es la misma que funcionó a toda velocidad en los ‘90, cuyo desenlace fue el descalabro de 2001.
Frente a tantas necesidades de financiamiento, el Gobierno se comprometió ante el FMI a suprimir la asistencia del Banco Central al Tesoro. Este año estaba previsto el giro de unos 140 mil millones de pesos, de los cuales hasta el momento se habían remitido cerca de la mitad. Quedaban unos 70 mil millones de pesos, equivalentes a 2500 millones de dólares, que el Estado nacional recibía a tasa cero. Ahora al privarse de esos recursos deberá buscarlos en el mercado pagando tasas de interés cada vez más altas. Es una operatoria que sirve de ejemplo de los costos que está dispuesto a asumir el oficialismo para endulzar al capital financiero, así como lo hizo al remunerar encajes bancarios al 40 por ciento para que lideraran la compra de Lebac en el último supermartes. La lógica que guía estas políticas es la misma que aplicó de entrada el Gobierno en su arreglo con los fondos buitre. Llegó a pagarles más de lo que pedían con tal de que Argentina pudiera reingresar en los mercados de deuda, supuestamente para conseguir financiamiento para el desarrollo y el crecimiento económico. Los resultados de esa estrategia están a la vista. Los buitres, otra vez, están al acecho de la Argentina, viendo como se cocina una nueva crisis para volver a picotear.
El FMI, al mismo tiempo, exige la liquidación del fondo anticíclico que garantiza el pago de jubilaciones y pensiones: el FGS en manos de la Anses. Tanto hablaron Macri, Elisa Carrió y el radicalismo de la plata de los jubilados cuando eran oposición que terminaron por echar mano a ese botín. En este caso no hay ningún prurito del organismo multilateral para que el Estado se apropie de esos recursos para gastos corrientes, sino que lo habilita para asfaltar el camino hacia una reforma previsional que buscará aumentar la edad de retiro y restablecer la capitalización privada. La vuelta de las AFJP esta vez estará orientada a la crema de los aportantes, para consolidar un patrón de jubilados de primera, de segunda y de tercera.
Los costos de la irresponsable política de apertura importadora, el otorgamiento de facilidades para la fuga de divisas y los gastos en turismo y compras de argentinos en el exterior son cada vez más altos. El primero fue pasar de una situación de desendeudamiento a otra de dependencia creciente del financiamiento externo, lo cual generó la vulnerabilidad y la inestabilidad que se reflejan ahora en el mercado de cambios. El sacrificio de un activo estratégico como el FGS es otra de las graves pérdidas del programa oficial. Lo mismo puede decirse de la decisión de cancelar la construcción de la cuarta y quinta centrales nucleares. El ministro de Energía, Juan José Aranguren, lo justificó esta semana al asegurar que el Estado no debía asumir una deuda de unos 6000 millones de dólares con China para levantar Atucha III. Es curioso el orden de prioridades, sobre todo si se tiene en cuenta que en apenas dos meses el Banco Central dilapidó 8500 millones de reservas frente a la corrida cambiaria. Es decir, una central atómica entera e incluso más. El Gobierno, como se ve, ha llevado a la Argentina a una situación crítica de la cual no será nada fácil salir. En la caída cuesta abajo Sturzenegger se bajó del carro, pero si el Gobierno no cambia, terminará por no ser el único.