Si hubiera que buscar un lugar en el que esconderse de todas esas miradas inquisidoras, molestas y triunfantes que nos ven pasar, ese sitio sería sin dudas un huequito perdido debajo los 84 metros de ese colosal entramado de asfalto, hormigón, metal, caños y piedras que separan a la estación de metro de Park Pobedy (o Parque de la Victoria) de la superficie. En ese pozo casi infinito no hay señal de teléfono, ni ruidos del exterior, ni esa incómoda música después de cada uno de los goles de la Copa del Mundo, ni mucho menos los cánticos insoportables de los hinchas brasileños sobre los mil goles de Pelé. En Moscú, donde el subterráneo se utilizaba como refugio de la gente en la Segunda Guerra, acaba de empezar el bombardeo y es por eso que, hasta que no pare, mejor ni salir de acá.

Aunque nos hagamos los distraídos, en estas escaleras mecánicas eternas, cuyo trayecto puede durar casi tres minutos (sí, tres minutos) hasta la superficie, entra tiempo y entra desazón suficiente como para acordarse casi 50 veces del penal de Leo Messi ante el arquero islandés. El larguísimo pasillo inclinado contiene dos subidas y dos bajadas eternas, que dan tiempo para hacerse amigo del de adelante, preparar el mate, terminar el termo, planificar la cena y hasta conversar con los que vienen en el sentido opuesto. Claro que hoy no hay ánimo para nada más que para agachar la cabeza.

Las reglas para convivir en paz en una escalera mecánica rusa son pocas, pero contundentes, como casi todo por estos lados. Si tiene tiempo y quiere depositarse en un escalón para que este mismo lo traslade desde las catacumbas hasta la vereda sin esfuerzos, póngase a la derecha, apoye el brazo derecho sobre la cinta y aguarde. Y aguarde mucho. Si está apurado y tiene que llegar a algún convite, agarre la izquierda y suba o baje a toda velocidad, saltando escalones y sin frenarse. Claro, si usted fue por primera vez a un subte ruso sin saber estas particularidades, habrá sufrido, como nosotros, el insulto en voz baja de algún local, ante nuestra pasividad shoppinera ocupando toda la horizontalidad del medio de locomoción. A la salida del estadio del Spartak, 1 a 1 mediante, no hay prisa. Esta escalera podría durar camino hasta el partido contra Croacia, sin siquiera volver a dormir.

De las 200 estaciones del metro de Moscú, 44 han sido declaradas patrimonio cultural de la humanidad y una de ellas, Ploshchad Revolutsii (Plaza de la Revolución), ostenta la escultura más mítica de la ciudad: el “Guardia Fronterizo con un Perro”, del escultor soviético Matvei Manizer. Los moscovitas creen que el perro en cuestión trae suerte si se toca su nariz. Entonces, alcanza con arrimarse para ver que la trompa del can está bien dorada, casi como pulida y gastada por los intentos cotidianos por obtener algún beneficio en el camino a la jornada laboral. Por supuesto que nuestras manos tendrán destino directo al mismo sentido. Y aunque ya lo hicimos hace unos días, tras ver la dificultad de los muchachos para entrarle a los guerreros islandeses, al perro más que tocarlo, dan ganas de abrazarlo y llevarlo así hasta la concentración argentina.

Cuentan los locales que una de las leyendas favoritas de la ciudad relata la existencia de un Metro paralelo, el Metro-2, también llamado D-6, que según los rumores estaría compuesto de una serie de líneas secretas, construidas a una profundidad aún mayor que el metro moscovita para establecer canales de contacto entre las diversas instituciones gubernamentales y búnkeres subterráneos a las afueras de la ciudad. Hoy, que vemos fantasmas en todas las esquinas, creemos hasta en eso. Y tal vez, si detectáramos un resquicio para escaparnos todavía más abajo, seguro lo tomaríamos.

Al final del recorrido del día, quedan un par de cosas claras. Argentina agarró la escalera mecánica por la derecha y ese trecho largo y empinado, repleto de almas flotantes que van y vienen, costará y mucho. Por supuesto que hay luz, una ilusionante luz a la que vemos, por ahora, muy de lejos al final del túnel. Si hemos de viajar, habrá que parar varias veces en las estaciones de Agüero, Mascherano, Otamendi y alguno más. Y en otras pasar de largo. Que el único que nos puede hacer agarrar la mano izquierda en ascenso en la escalera es Leo Messi, no hay dudas. Pero aquí, mientras se termina una crónica y se reflexiona por la derrota del empate, un pie impaciente y fastidioso desconecta el enchufe de la computadora de al lado. Es la máquina del maestro Ariel Scher, que con ese gesto involuntario de un cronista impaciente, acaba de perder casi la mitad de su texto. No hay caso, ese perro hijo de puta del subte está emperrado en no ayudarnos.