El empate nos dejó helados. Aunque era una posibilidad, no estaba en los planes. Se suponía que Islandia era el rival más accesible del Grupo D y que los tres puntos de una hipotética victoria eran la cuota de tranquilidad que la Selección necesitaba para encarar con más soltura los compromisos restantes de la primera fase, ante Croacia y Nigeria. Ya no podrá ser.
Los vikingos nos dieron una paliza de hielo, un baño de agua con temperaturas de bajo cero. Y lo hicieron como lo marca su adn guerrero, luchando con los medios a su alcance, fortaleciéndose en su propia escasez. El planteo fue tan sencillo que les alcanzó con el carácter para oponer su orgullo (y su altura) por encima de todo el talento que derrocha el equipo de Sampaoli. No es poco, si se tiene en cuenta que la población de este país insular no supera la población del partido de Avellaneda, en la provincia de Buenos Aires, 350 mil habitantes.
Apoyada en la fuerza de Birkir Bjarnason, vinchita, pelo largo, ocho en la espalda, cara de volcán en erupción; en las apariciones sorpresivas a espaldas de Marcos Rojo de Alfred Finnbogason, el once, autor del empate; y en las manos salvadoras de Hannes Thor Halldorsson, el arquero que le tapó el penal a Messi y sobre el final del partido se estiró cual géiser nórdico para desviar con la palma de su mano izquierda un disparo de gol de Pavón; Islandia festejó el 1-1 como lo que fue: una victoria ante los ojos del resto del mundo.
Para los argentinos, fue todo lo contrario. Los jugadores, justo es decirlo, hicieron todo el gasto aunque, a juzgar por el esfuerzo, el resultado fue terriblemente pobre. Y mucho peor para el entrenador, que ayer utilizó prácticamente todos los recursos que tenía a su disposición y, a fin de cuentas, no pudo haber cosechado más que dudas. Apenas le habrá quedado en el rescate la frescura que le aportaron al equipo el ingreso tardío de Pavón, a los 74, y el muy buen segundo tiempo del chico Meza. Y la idea de que, mejor rodeado, Messi puede rendir bastante más que ayer.