Fue hija de un desaparecido en Los condenados, de Isaki Lacuesta, empleada de una boutique en La piel que habito, de Pedro Almodóvar, la vecina de abajo en El apóstata, del uruguayo Federico Veiroj, una matriarca improvisada en María (y los demás), de Nely Reguera, una mujer en busca de un hijo adoptivo en la reciente Una especie de familia, de Diego Lerman. Y también, desde luego, una chica mágica en la estupenda Magical Girl, de Carlos Vermut. Más allá de esos ejemplos filmográficos del pasado reciente, durante los últimos y agitados cinco meses Bárbara Lennie dijo presente con tres largometrajes estrenados en los festivales de Berlín y Cannes, uno de ellos –el de mayor perfil internacional– coprotagonizado por la gran estrella del cine argentino, Ricardo Darín: Todos los saben. La última película del director iraní Asghar Farhadi (El viajante, La separación), en la que además de Darín participan Penélope Cruz y Javier Bardem, será lanzada comercialmente en la Argentina el próximo 13 de septiembre, y en ella Lennie aporta un personaje secundario de no escasa relevancia. En Petra, de Jaime Rosales, su tornadizo semblante va revelando las consecuencias de la intensa búsqueda de un padre del cual desconoce absolutamente su identidad, una figura literalmente ausente de la vida del personaje encarnado por la actriz. Algo similar ocurre en La enfermedad del domingo, el film de Ramón Salazar que también la tiene como protagonista, aunque aquí es una madre la que ha desaparecido durante varias décadas, antes de un reencuentro forzado por circunstancias que permanecerán ocultas hasta el final del relato. En todas ellas, de una u otra forma, en primer plano o en el fondo del cuadro, Lennie brilla. Su presencia en pantalla ha logrado imponerse a fuerza de talento y constancia, una comprensión cabal de los diversos roles cinematográficos que le han tocado en suerte. Pieles que habitar temporalmente, aunque sin hacer de ello una celebración de la intensidad dramática o, mucho menos, un festín de grandes gesticulaciones. Esa gran virtud de las formas actorales no sería la misma sin una particular mirada, siempre un poco más inasible de lo que dictaminan los guiones, cierta cualidad misteriosa que aporta complejidad incluso en aquellos detalles que, a simple vista, parecen diáfanos, sin dobles fondos ni pliegues ocultos. En el cine el rostro, los ojos, suelen valer mucho más que mil palabras.

Nacida en Madrid en 1984, de padres argentinos, Bárbara Lennie vivió los primeros seis años de su vida en Buenos Aires; luego regresó a España y comenzó su carrera de actriz a los diecisiete años. “Mi apellido es real, es escocés. Mis tatarabuelos fueron a Argentina a trabajar en el ferrocarril. Mi segundo apellido es Holguín, colombiano, también emigrados a Argentina. Toda mi familia vive allí, menos mis padres, que vinieron aquí. Yo crecí en Buenos Aires hasta los seis años, pero lo que me siento es muy madrileña”, declaró recientemente la actriz en una entrevista con el periódico El País. Esa conexión rioplatense está presente en su filmografía, directa o indirectamente, en varios de los títulos mencionados. Para la preparación del personaje de Malena en el film de Diego Lerman se vio obligada a pulir su acento de origen hasta el punto de la extinción y su pronunciación suena allí inconfundiblemente porteña. En La enfermedad del domingo, película estrenada mundialmente en la Berlinale y que por estos días Netflix lanza en su plataforma a nivel global, Lennie aparece con nuevos ropajes y bajo el nombre de Chiara. Su ingreso en pantalla se produce durante una imponente cena en la mansión de una mujer acomodada, de nombre Anabel (la experimentada actriz Susi Sánchez). Chiara es, hasta ese momento, una mesera más, pero comienza a dejar de serlo de golpe, en medio de esa recepción tan acicalada y engreída. Apenas un rato antes, Anabel camina elegantemente con su traje largo de corte exclusivo y sus zapatos altos y, de pronto, se tambalea. La compostura se recupera sin demora y es como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, es evidente que algo está por desestabilizar ese mundo ordenado, firmemente arraigado en reglas y costumbres. Chiara es hija de Anabel. La otra hija. Aquella que abandonó a los ocho años y dejó al cuidado de su padre. La hija a la que deliberadamente no había vuelto a ver nunca más. Hasta ese preciso momento en el cual, como un chorro de agua fría al aire libre y en pleno invierno, una mirada a esa empleada algo atrevida transforma su silueta extraña en la más cercana de las figuras.

El realizador Ramón Salazar disfraza el melodrama de drama psicológico, sus temas y tonos atemperados por una cadencia y unos diálogos que inhabilitan la posibilidad de la explosión emocional. El extraño pedido de pasar diez días juntas, condición que la familia de Anabel sólo puede ver como un chantaje (Miguel Ángel Solá es su marido, un hombre de negocios parco y directo), es seguido por un viaje a la campiña francesa, a una vieja casa de campo donde Chiara vive desde hace muchos años. Nuevamente, el encierro de las dos mujeres en un sitio aislado habilita en el espectador la posibilidad de imaginar un melo en su vertiente gótica, juego de gatos y ratones incluido. Porque, al fin y al cabo, ¿Qué desea Chiara? ¿Qué cosas pueden llevar a una mujer a optar por una separación drástica y definitiva de su hija pequeña? ¿Por qué ahora, por qué no antes? Preguntas esenciales que flotan durante las dos horas de proyección de La enfermedad del domingo, al tiempo que madre e hija vuelven a conocerse y a reconocerse la una en la otra. Pero también a diferenciarse en un espejo imaginario que, inexorablemente, devuelve una imagen deforme, quebrada, imposible de recomponer. Luego de un breve paseo en calesita ante la mirada atenta de su madre, Chiara/Lennie irrumpe en la fiesta del pueblo, bebe de una petaca sin pausa, elige a un hombre entre los presentes, lo saca a bailar y de inmediato comienza a besarlo, a abrazarse sensualmente a él. Más tarde, Anabel deberá trasladarla, acostarla, arroparla y cuidarla. Como si se tratara de una niña. La relación entre ambas ha llegado a un punto nunca alcanzado con anterioridad. A lo largo de esa extensa y notable secuencia, Bárbara Lennie demuestra nuevamente sus habilidades para construir personajes complejos, cuya fragilidad latente parece moverse en el sentido opuesto a la firmeza de carácter aparente. Actuar es transmitir, pero también es ocultar, dejar entrever, sugerir, engañar, confundir.