La historia del niño agonizante de tuberculosis que desembarca en el puerto de la ciudad de Buenos Aires un día de 1922 junto a sus padres y otros cientos de alemanes, podría ser otra leyenda de inmigrantes europeos en América. Después de todo, habían subido semanas antes al vapor General Belgrano en Hamburgo para buscar una vida mejor y aquí estaban, asustados, sin hablar una palabra de castellano, y dispuestos a deslomarse de sol a sol. Como cientos de miles antes y después de ellos. Sin embargo, las andanzas del papá de la médica y escritora Mónica Müller, narradas en Mi papá alemán, son mucho más que otra memoir familiar: a mitad de camino entre la biografía, la autobiografía y la novela, el libro retrata la mirada de una hija, la Argentina de los años 60 y la Alemania de los 70, el estigma indeleble del nazismo y la culpa por una herencia maldita. “Después de preguntarme mucho sobre esto, creo que hurgar en la vida del padre es una forma de explorar el mundo interior”, dice la autora.
El consultorio en el que atiende Müller ocupa un altillo vidriado que parece balconear sobre los jardines del Hospital Alemán en el que ella y su hermano nacieron en la década del 40. Aunque se acomoda en el mismo asiento desde el que escucha las dolencias de sus pacientes, esta nochecita fría es ella la que responde preguntas. “Empecé este libro hace unos diez años porque me interesa la historia de los inmigrantes que llegaron (y llegan) a la Argentina”, dice sobre su quinto libro. Editado por Seix Barral, el texto reparte en ocho capítulos la vida y obra de su singular padre, Karl; la emigración, retorno y oscura actuación en la Segunda Guerra de su abuelo, Karl Oskar; y la propia construcción de una identidad híbrida de la autora. “Me considero la más argentina de los argentinos, aunque soy muy italiana en mi forma de ser”, dice. Y cuenta entre carcajadas que, durante un partido entre Argentina y Alemania por algún mundial de fútbol, espantó a sus hijos al aparecerse vestida con medias negras, pollera roja y camisa amarilla. “¿Qué hacés mamá?”, le gritaron. Y ella, turbada, corrió a cambiarse: “¡No me di cuenta! Quedé tan mal que nunca más mezclé esos tres colores. Me pareció monstruoso, me pareció diabólico, me pareció que de adentro mío había salido una alemana”, dice y ya no es un chiste.
“Me gustaba escuchar lo que mi papá me contaba, su historia de niñez y de adolescencia, su trabajo como artesano cuidadoso, su contacto con las clases altas donde lo humillaron y maltrataron, su fascinación por la Argentina, ese amor intenso por el río y su acriollamiento”, dice esta mujer alta, delgada y rubia, como manda el estereotipo, pero que en realidad es justamente todo lo contrario del lugar común de la mujer germana. De cualquier lugar común. Se acomoda un mechón de pelo fino e indómito y volverá a hacerlo, mientras su padre vuelve con ese aire un poco de dandy, un poco de loco, libre y anárquico que la maravillaba de niña.
El libro recupera la magia de la mirada infantil sobre un padre muy distinto a otros padres. No hay en eso artificio, dice la autora: “Me acuerdo de todo. Tengo una memoria tremenda. Mi primer recuerdo está ahí narrado y es de los dos años”. La niña que fue Müller envuelve a quien lee en una admiración superlativa por un padre que es experto navegante del Delta, un padre que es dibujante autodidacta, un padre que saluda el sacrificio y desprecia las quejas, un padre que predica y actúa la libertad de sus hijos. El propio Karl lo repetía: “Los padres tienen que ser como un tutor, como un palito de esos que se atan a la planta cuando todavía no puede mantenerse firme. Un palito más fuerte que la planta para que no se doble ni se quiebre, pero que no altera la dirección que por naturaleza quiere tomar”, lo cita en el libro su hija.
El mito crece, se expande. Quien lee quiere tener un padre así: noches de boxeo en el Luna Park con sus hijos pequeños y noches de ópera en el paraíso del Teatro Colón. Expediciones de navegación que lo ausentan de la casa por semanas, la mancha de ser un desertor del ejército alemán, los rumores que dicen que ha entrado a sobrevivientes nazis del acorazado germano Graf Spee hundido en el Río de la Plata el 17 de diciembre de 1939, cuando la Segunda Guerra recién empezaba. Cuando la adolescente Mónica empezó un romance con un hombre de 47 años, Karl no la encerró ni la castigó: firmó su emancipación y le compró un pasaje a Europa en barco: “Andate, conocé el mundo y vas a ver que este tipo te deja de interesar –me dijo–. Impresionante. En Montevideo, ya me había olvidado del pobre tipo. Mientras, la gente estaba espantada por lo que había hecho mi viejo”, recuerda entre risas la protagonista.
Müller recuerda detalles, colores, sabores, emociones y las vuelve a tejer con una prosa virtuosa que se acomoda perfectamente a los momentos hilarantes (que los hay) como a las enormes tragedias (que también abundan). Sin embargo, aquella memoria prodigiosa encontró un editor impensado: “Yo había terminado el libro y se lo mandé a mi hermano. Diez días después, apareció con una impresión del texto anotada, subrayada, comentada. Usaba decenas de signos de admiración o de pregunta, me decía que estaba loca, borracha y chiflada”, recuerda la escritora y se ríe con ganas. El hermano, cuatro años mayor que ella, hizo tres cosas: corregir los recuerdos de Mónica, completarlos y refutarlos. Vaticinar que el libro sería un fracaso: “Nadie lo va a leer”, le aseguró. Pero, además, le entregó una carpeta enorme con las cartas que el padre de ambos había mandado desde Alemania a partir de los años ´70 tras haber regresado a su país de origen. La médica también las había recibido a decenas. Pero años atrás las había tirado a la basura. “No las soportaba”, dice.
La vuelta a su Alemania natal generó una metamorfosis tremenda en el padre adorado. Müller lo visitó dos veces allá y la experiencia fue dura: “Él estaba muy xenófobo, homofóbico, horrible, muy de derecha, antijudio, espantoso”, dice. La transformación había comenzado antes. O tal vez siempre fue eso. La duda la atraviesa. “Esa mutación a mi me impresionó muchísimo. Creo que se debe al contacto con su cultura, obviamente, pero había un germen en él. No te transformás en racista si no sos así. Eso está adentro. Y acá se habia solapado con tantas otras cosas. Y creo que mi mirada lo había transformado en otra persona”, razona ahora.
El libro comienza con la muerte de Karl. Dos cartas en alemán llegadas en un mes de marzo informan los detalles: el cuadro de diabetes se agravó, la tuberculosis anidada durante toda la vida había hecho su parte. La noticia despertó sensaciones encontradas en la hija y desencadenó un descubrimiento sin retorno. Hace frío en Buenos Aires pero en el ático vidriado y blanco en el que Mónica Müller atiende a sus pacientes no se nota. Ella heredó de su padre la tuberculosis que permanece agazapada en su organismo. No la inquieta esa presencia. A ella, la desvelan otras herencias que puede estar arrastrando. Y así lo declara en el libro: “Reuní las piezas sueltas del pasado para contar la historia verdadera. Buscaba que el estigma se agotara en mi y no tiñera como una gota de tinta en el agua generaciones abajo a mis descendientes, pero mi primera intención era mirar hacia atrás para poder seguir hacia adelante”.