“No hay que negarse a uno mismo”, afirma el maestro Guillermo Roux en la comodidad de su hogar, en la localidad bonaerense de Martínez. Justamente ése es uno de los tópicos que aborda su más reciente muestra, Diario gráfico, que, tras dos meses de exhibición, se despidió ayer de la Casa Central de la Cultura Popular Villa 21 - 24 (Av. Iriarte 3500), mientras que hoy domingo lo hará del Museo Nacional de Bellas Artes (Av. del Libertador 1473). “Los dolores hacen reflexionar mucho. Los males también. Enseñan más las dificultades y luchas que los aplausos y los bienes”, explica el artista de 88 años, dueño de una lucidez hechizante, cuya exposición contó con la curaduría de Cecilia Medina y coincidió con la publicación del libro Guillermo Roux en sus propias palabras, de la periodista María Paula Zacharías. “Hace algunos años aparecieron mis problemas de salud, que por suerte se van solucionando. Hasta ese momento seguí la carrera lógica del pintor, en la que no importa tanto el nombre, sino la galería en la que expone. Cuando llegué a ese estado, y por consejo facultativo, me hice socio de un club del barrio. Hacía ejercicios en la pileta, y de golpe conocí la vida más de adentro”.
–¿Eso fue lo que lo estimuló a reinventarse como artista?
–En ese club, no me conocían. Nadie me llamaba pintor ni maestro ni me mostraban dibujos. Se me borró de la cabeza la idea supuesta de que tenía que hacer exposiciones. Lo que antes era importante, dejó de serlo. Las mayores experiencias las tuve en el vestuario. Ahí estábamos todos desnudos: los que venden casas, los ferreteros, los chicos con down, los grandes atletas y los viejos como yo. Empecé a ser querido y respetado no por mi trabajo, sino por mi condición de ser humano. Se abrió un mundo nuevo para mí, más verdadero, en el que podía estar cómodo. Me empezó a importar un carajo el futuro.
–La muestra reúne 290 dibujos realizados con birome en sus cuadernos personales. Luego de hacer un sinnúmero de cuadros y hasta murales, ¿por qué se decidió por esa técnica en esta nueva etapa?
–Mi padre fue dibujante. En esa época, era como ser jornalero. Pasaba doce horas con el culo en la silla. Los artistas verdaderos se morían de hambre. Mi inclinación primera fue ayudarlo. Llegó el momento de decidir lo que deseaba estudiar, y elegí el dibujo. Empecé a trabajar en una editorial. Cuando uno llegaba a esas redacciones, se encontraba con grandes poetas y escritores que se ganaban la vida así. Era un obrero del tablero, y un día se me ocurrió hacer la experiencia de la Academia. Sentí la necesidad de expresar cosas que no fueran referidas a algo que estuviera ocurriendo, sino a mis propias vivencias. Aunque no fue fácil. Entrar en el mundo del arte me sentó mal. Era muy competitivo. Me llevó mucho esfuerzo encontrar mi camino. Pero no tenía las ideas claras. Seguía haciendo pinturas porque algún talento tengo. Sin embargo, había un ogro Roux que estaba sepultado, y que quería otra cosa que no aparecía. Así que tuve la suerte de estar enfermo.
–¿A qué se refiere?
–Luego de volver a casa, tras la internación, no sabía bien quién era. Borré toda idea de llegar a algo. Dejé de hacer exposiciones en galerías importantes. Fue mi manera de acercarme al tablero, que es una de las cosas que más quiero. Gracias a eso dibujé lo que estaba a mi alrededor: una taza, un vaso, una sartén. Vi que esas cosas cotidianas estaban cargadas de emoción e historia. Me entregué a eso, y comencé a preguntarme qué me pasaba como persona. Me miré al espejo, porque hasta ese momento me creía muy joven, y aprecié mi panza, los hombros, los brazos cansados. “¿Por qué no dibujás eso”, me pregunté. Tengo un espejo, y empecé a dibujar por la noche con la idea de conocerme a mí mismo. Una vez que me di cuenta, tenía 1.500 dibujos. Me encontré con un mundo escondido, oculto detrás de prejuicios, de la imposición social, y me sentí cómodo diciéndome la verdad. Ahí me di cuenta de que lo feo no es tan feo y que lo lindo no es tan lindo. Hice un relato biográfico de todo ese tesoro que encontré. Por eso está dibujado como una historieta y los dibujos están en línea. Es un continuado.
–¿Cómo se dio cuenta de que estaba ante una obra?
–Lo vieron algunos colegas, y me alentaron a que lo mostrara. Es una perspectiva de la existencia desde otro ángulo. Cuento lo que tengo, y lo que no tengo y quisiera tener. Digo mis alegrías y mis dolores. Estudio cómo voy cambiando, y veo que es otro físico. El paso del tiempo se me hace un relato que me da un aspecto de mi existencia que me deja más tranquilo.
–Los autorretratos en los que aparece desnudo o que dejan registro de su convalecencia pueden ser muy chocantes, al mejor estilo bukowskiano. ¿Por qué los hizo así?
–Eso áspero de lo que hablás es la desesperación por hacer cosas que no veo. Hay muchas maneras de dibujar. Uno dibuja ideales, símbolos, y trata de hacerlo bien. ¿Pero es la verdad de lo que estás viendo o la estás haciendo mejor? Hay un gran esfuerzo por no apartarme de lo que veo, y lucho con eso todo el tiempo. La vida se me hace menos engañosa, al menos en esta etapa.
–Lo que aúna toda su obra es la importancia que le da a la mujer, y esta vez no fue la excepción…
–La mujer me gusta. Empecemos por ahí. Tiene una gran percepción, intuición y sentido de la verdad. Está llena de una extraña sabiduría que la conecta con aspectos que a mí ni se me ocurrirían. Cuando tengo dudas, las consulto con ellas. En la antigüedad, las pitonisas y oráculos eran mujeres. Por algo debió ser. Uno no puede hacer las cosas solo. El otro me va diciendo cosas de la vida que yo no sabía.
–En Diario gráfico también hace alusión a la mediatización y la cultura del consumo. ¿Es una llamada de atención o una mirada crítica?
–Hay algo de eso. Aunque no tiene nada que ver con lo que está de moda. Es indiscutible que estamos viviendo un momento del capitalismo mucho más elevado y despiadado. No se tiene poder y dinero si no se impone una cultura. París era el eje de la cultura hasta que Kennedy decide que sea Nueva York el nuevo polo. Y eso es una concepción política, no del arte. Poco a poco, Estados Unidos nos coloniza con su cultura y nos lleva a sus formas de ver el mundo.
–¿Por qué la muestra tuvo como subsede la Villa 21?
–Pacho O’Donnell me llamó para ofrecerme una cena en la que iba a ir el nuevo director del Museo Nacional de Bellas Artes, Andrés Duprat, a quien no conocía personalmente. Si bien esa noche no fue, terminó presentándonos más adelante. Y apenas vio un cuaderno con los dibujos, me dijo que se hacía la exposición porque le pareció un Roux desconocido. Le dije que sí con la condición de que se pudiera hacer la misma muestra en algún espacio popular, porque soy de la idea de que hay que sacar el arte de los reductos simbólicamente cultos. Entonces me propuso la Villa 21. Llamé a Cecilia y a mi mujer, que regentó buena parte e mi obra, con la consigna de que no quería hacer una exposición ruidosa, sino mostrar lo que estoy haciendo. Y estoy en eso. Hago lo que puedo.
–¿Qué lo moviliza para seguir pensando en el futuro?
–Hay una idea de que los viejos son viejos. Pero llegué a la conclusión de que siento pasiones, siendo viejo, que nos las tenía cuando era joven. Creo que la muerte es muy importante porque es el punto final. La vida es tiempo. Cada instante, cada día, es mucho tiempo que se nos va. Hay una necesidad de que las cosas no queden debajo de un montón de tierra. Y es que otro de los descubrimientos de mi enfermedad, la cual agradezco, es que me permitió darme cuenta de esto.