De movida, juntar a directores argentinos con textos de autores croatas o finlandeses suena interesante aunque esté la incertidumbre de qué pueden hallar en común. La experiencia dispuesta en torno al tercer Festival Internacional de Dramaturgia propone el ejercicio de la alteridad, de verse reflejados en otros y hacer propias las preguntas ajenas. Una lógica que vuelve a ser potente cuando se ve que, en todo el globo y más allá de idiomas estrambóticos o líneas de fuga entre la vida local y la extranjera, estamos en una misma senda: hurgando en un universo hipercontemporáneo de consumos individuales, tratando de surfear la ola de la desigualdad más profunda, en épocas de hiperconectividad desmembrada, con sujetos infelices y aislados, migraciones forzadas y xenofobia en ciernes. Y pese al desconcierto, con una revolución feminista que parece copar la parada en cada esquina.
El teatro, como reflejo también de su tiempo, tiene mucho para decir al respecto. Croacia y Finlandia no son la excepción. Tampoco la manera argentina de dirigirlas. En esta tercera edición del festival destacaron Turma, de Vedrana Klepica, dramaturga croata de 32 años, dirigida por Azul Lombardía; y El Fantasma de la normalidad, de la directora y novelista finlandesa Saara Turunen, de 38, dirigida por Sebastián Kalt. La primera refleja la vida cotidiana de la mujer –con sus opresiones a cuestas– y la segunda despliega imágenes potentes y una alegoría sobre la normalidad y lo que implica ser distinto.
“Apropiarse de un texto ajeno fue un súper desafío”, admite Lombardía. “Tuvimos un Skype para entender algunas cosas, como referencias locales, pero no trabajé mucho sobre el texto hasta no tener a los actores.” El otro argentino, Kalt, comenta que imaginó que “algo de Finlandia” sería “algo sobre la transparencia política o esas ideas que uno tiene de allá”, pero no. “Los personajes son extraños, se ve una Finlandia taciturna: están tan tristes, oprimidos por la sensación de lo que es lo normal, que no llegan a lo que la sociedad les pide que sean. Nos sorprendió la coincidencia con la Argentina, cosas que podrían ser locales, chispazos de xenofobia o de hombres imponiéndose al discurso de las mujeres.”
Desde la escritura, ¿fueron concebidas local o universalmente?
Turunen: No lo pienso al escribirlo, el objetivo es que sea una buena obra. Hay escenas muy afincadas en el sentimiento de la vergüenza, que es algo que pasa en todos lados, pero en Finlandia están más acostumrados sobre todo ante la incapacidad de socializar. Cada escena tiene algo que ver con esa idea de qué es ser normal y la vergüenza por ser alguien que sale de esa norma.
Klepica: Siempre sitúo el texto que escribo en el contexto local, es muy importante para tener en mente el público regional de la ex Yugoslavia, y por casualidad se da que en Europa central y los Balcanes se empezó a dar el mismo discurso; los derechos de la mujer y reproductivos están en todos lados. El texto surge cuando hace dos años Croacia empezó a irse muy a la extrema derecha y los organismos católicos empezaron a involucrarse en la política local y a definir lo que es la mujer en la sociedad y la familia.
En esa vinculación del contexto de escritura con el argentino, ¿sabían que podían asimilarse o fue sorpresivo?
Turunen: En cuanto a las escenas sobre la posición de la mujer, sabía que si era un problema en Finlandia, lo sería aquí también. Lo mismo con el racismo.
Klepica: Sigo lo que va pasando en la política del mundo, y lamento que tengamos los mismos problemas, pero no es la esencia. La sinceridad del trabajo artístico se trata de invertir en el texto aquello que se pueda comunicar con los problemas de todo el mundo: hoy no se puede hablar de políticas de identidad sin hablar de políticas de clase, sean derechos de la mujer, de la comunidad LGBTI, minorías... Son claves, pero deben encararse también desde la perspectiva de clase. No sé exactamente cómo ocurre en Argentina, pero todo está vinculado a la sociedad de clases y conectado al patriarcado. Son problemas generales en Dinamarca, Croacia, Finlandia o Argentina.
¿Cómo opera el texto para su realización en vínculo con el contexto actual?
Lombardía: Me abrió mucho. No sé si hubiese escrito algo sobre este momento de la mujer y del feminismo, que lo vivo como ciudadana y en el que estoy muy involucrada desde mi vida cotidiana, siendo interpelada por mi hija de 12 años en forma constante. Esta obra me llegó justo.
Kalt: Sí, el contexto impacta. E incluso el de producción: la obra de Saara tiene mucho de teatro de imagen y grandes despliegues de producción, y aquí quizás no tenemos posibilidades de reproducir esa infraestructura. El modo de producción de la obra se inscribe necesariamente en la pieza y es interesante ver cómo la realidad material, de producción, se refleja en ella. Es otra manera de reflejar un contexto local a través del arte. Y, en todo caso, a veces las limitaciones son más productivas que la libertad absoluta.
Dentro de las múltiples disciplinas y lenguajes, ¿por qué, en esta época de vértigo tecnológico y reclusión domiciliaria, seguir haciendo teatro?
Turunen: Yo también escribo novelas, y la última también iba sobre la normalidad, pero en teatro lo que me fascina es la posibilidad de contar en imágenes lo que no está en el texto. Y también porque se comparte, y el libro es un consumo individual. El teatro es ser testigo de algo en conjunto con la gente. Y me gusta la risa y el humor, y ver eso que se comparte.
Kalt: Me interesa el conjunto y reunión de lenguajes. El teatro, por otro lado, no tiene nada que perder, en el sentido de que en otros siglos era el entretenimiento central y ahora no ocupa ese lugar, pero eso le permite ser libre y animarse a algo que los otros medios no.
Klepica: El teatro es mi forma de expresión porque en estos días, con la invasión de medios, Netflix, redes sociales, cine o televisión, sigo creyendo en la performance en vivo, en teatro o música, porque se trata de una comunidad de personas que están en un tiempo y espacio específico y comparten algo: vuelve al teatro humano y pone en juego la empatía y el diálogo en tiempos en los que eso no suele ocurrir. Y eso, aunque suene patético, es lo que me parece revolucionario del teatro. Vivimos en tiempos políticos problemáticos donde la construcción del diálogo parece imposible y el teatro se trata de construir comunidad más allá del resultado de la obra.
¿Por qué patético?
Klepica: Porque usamos mucho la palabra revolución y parece gastado el término, pero creo que aún debemos seguir hablando de ella y buscándola, aunque le quiten el contenido verdadero a la palabra.
Se habla de crisis de espectadores, ¿se banca la experimentación el público acostumbrado a la narración lineal?
Lombardía: Hay una crisis que es más económica, porque una entrada independiente no puede valer menos de 200 o 300 pesos y es caro para la vida cotidiana. Pero la cantidad de teatros independientes que hay demuestra que hay algo ahí.
Kalt: Pero llegar a que te pase algo con el teatro es complejo. Estamos sufriendo que la gente quiere entender todo todo el tiempo. Si ves una expresión artística y entendiste todo, quizás la pasaste bien, pero no te hacía falta porque todos los conocimientos para dialogar con esa expresión ya los tenías: no había una necesidad vital. Las más enriquecedoras son las que te dejan pensando qué pasó ahí, aunque no entiendas. Pero eso requiere de formación, de tener otras necesidades satisfechas.
Lombardía: Depende en qué plano. Para mí es una experiencia más poderosa, creo que cualquiera puede ver cualquier obra y vivir el impacto. No se puede evitar el impacto, te guste o no, se entienda o no. Es un hecho vivo innegable: ocurrió.
¿Es un hecho de clase?
Lombardía: No lo sé, porque vas a Mar del Plata y el teatro comercial llena y es carísimo, mientras que el teatro de experimentación sufre el palo burgués y de estar siempre los mismos. Y, por otro lado, el teatro comunitario funciona muy bien en los barrios y centros culturales.
Klepica: El teatro como fenómeno no lo es, pero el acceso puede ser. Vengo de una familia obrera de una pequeña localidad industrial, crecí en los años ‘90, plena posguerra de los Balcanes y no recuerdo el socialismo, viví un semicapitalismo. Mi papá trabajaba en la antigua industria petroquímica antes de que cerrara y en las fábricas les daban entradas, y por poco dinero la clase obrera accedía a cine, teatro, música, gimnasios y piletas. Hoy ya no ocurre porque la clase obrera no accede porque no puede pagarlo. Mis padres no van hoy, solo cuando yo los invito. ¿En qué sociedad vivimos que la gente no puede acceder al teatro?
Turunen: Yo creo que sí es claramente de clase, y es burgués. Sería ideal que no fuera así, pero lo es. Los pobres en Finlandia podrían ir al teatro, porque hay acceso, pero no necesariamente van, porque depende de educación y de aprender a apreciar estas cosas. En Finlandia la clase baja hoy en día son los inmigrantes y las chicas musulmanas de Somalia, y no van al teatro a verme a mí, con mi pelo blanco, a ver mis cosas, porque no se identifican. Y el teatro tiene que ser también para ellos, para que accedan y se identifiquen, para que dialogue con ellos.