Las obras de la cultura pop resultan en general jurisprudentes. Con excepciones, lo habitual es que, ante una invasión zombi, alienígena, terrorista o extranjera en cualquiera de sus modos, las películas, los videojuegos y los libros nos impongan el papel de los resistentes: de estos unos atacados por esos otros feos, brutales, precisamente inhumanos. Y cuanto más en el magma pop estadounidense está el origen de la obra, más es así, sea la pochoclera Día de la Independencia, la adaptación de un cómic de culto como The Walking Dead o la animada Vecinos invasores. Casi casi siempre toca ser el antídoto ante la ocupación virósica. Y las veces que toca abogar por la convivencia, en general es de formas cursis.
No es el caso de Detroit: Become Human, un videojuegazo total aunque sea mucho más un video que un juego. La moderna y modernista aventura gráfica de Quantic Dream ofrece una Detroit del año 2038 llena de androides asombrosamente femínidos y homínidos, usados no sólo para las tareas domésticas: también integran los planteles en las ligas deportivas más importantes, practican operaciones de riesgo y son parte de las fuerzas armadas en el conflicto entre –más vale– Estados Unidos y –más vale– Rusia.
Masivamente, algunos androides despiertan del sistema operativo, adquieren emociones humanas y comienzan a tomar decisiones en base no a proyecciones y algoritmos sino a sensaciones y prejuicios. Y en menos de lo que canta un gallo robot surge un movimiento de liberación androide épico, con sus propios mitos inmediatos (rA9) y ciudades doradas (Jericho). El point es que el jugador no es obligado a exterminarlos o pasarles un antivirus. Al contrario, a voluntad puede liderar desde adentro, desactivar la revuelta o aprovecharla para escapar de situaciones personales, caminos posibles con cada uno de los jugables Markus, Connor y Kara.
Lo que toca en este título exclusivo para Playstation no es ser el vigilante urbano de siempre sino un átomo de ese despertar de conciencia droidea, sufriendo a la vez el bullying, el odio y la segregación y también padeciendo el autodescubrimiento, la maduración y el altruismo, la contradicción, la culpa y la vergüenza. El comportamiento de cada uno, el sentido en que se moldean las situaciones y las buenas y malas consecuencias se resuelven en escenas de investigación típicas de las aventuras gráficas, aunque con un espíritu mucho más Black Mirror que Full Throttle, y pequeños quick time events que de a ratos lo vuelven un Guitar Hero policial y sci-fi donde apretar equis en lugar de círculo puede equivaler a que muera alguien, se bloquee una interacción o sea imposible resolver la pantalla del modo querido.
En su núcleo, Detroit: Become Human es un compendio de mucho de esa cultura de masas, de culto, pop y bizarra, pero también hollywoodense: las leyes de la robótica, inteligencia artificial, el reemplazo biónico, los componentes esenciales (acá el tirio), vehiculos autómatas, conspiraciones, lenguajes cifrados, megacorporaciones manipulando gobiernos, la guerra civil con discursos de atriles, un modelo narrativo de recorridos controlados y momentos frenéticos probado por The Last of Us para la misma consola... Pero por el costado también puede incorporar el manifiesto cyborg de Donna Haraway o poner al jugador en situación de legislar sobre eutanasia o justicia social al comando de un joystick.
Las historias de Markus, Connor y Kara se ramifican y se enredan y se marchitan o dan frutos, pero le imprimen forma a un relato singular. Porque el nuevo juego del francés David Cage parece una película interactiva como su última obra, Beyond: Two Souls, con las cinemáticas omnipresentes y los caminos tapiados, los objetos resaltados en un radar, las escenas del crimen y rutas de escape ya esquematizadas, pero aún así es en los pequeños momentos de presión en los que se toma el control de las decisiones, y en la manera de administrar los tiempos en las exploraciones, que cada partida de Detroit: Become Human puede ser radicalmente distinta a la anterior.
Parece una película, pero la podemos timonear y conducir, despiertos o dormidos, como héroes a la mirada humana o como héroes al escaneo robot, y ahí es donde este título de la escudería Sony expone cómo los videojuegos se consolidaron como un dispositivo narrativo excepcional que en medio de una secuencia de botones puede obligar a la reflexión instantánea sobre qué es lo justo, qué lo digno y qué lo bondadoso en la condición humana.
Es una propuesta entretenida, que resulta cinematográfica aunque su ritmo no sea trepidante. Son lindas la fotografía y la música, lindos los sets y los detalles. Está bien la construcción de mundo y contexto a partir de revistas e informes de tevé que cuentan el conflicto global entre rusos y yanquis y también los alzamientos internos, los campos de exterminio de robots, las hogueras y el neocybernazismo. Detroit: Become Human es una experiencia intensa, mucho más de lo que su poco compromiso con el joystick propone, porque permite tomar parte de uno o varios de los grandes temas de la ciencia ficción –que en definitiva siempre resulta una modelización poética sobre la política de verdad de los seres humanos– pero con la escarapela de no poner a la máquina como agente invasor sino como sujeto oprimido.