Hay músicos, como Lito Vitale, que sepultaron al vinilo cuando el mercado mismo, allá por el alba de los ‘90, parecía firmar su lápida. “No estoy con la vuelta del vinilo, no tengo bandeja, no me interesa volver atrás”, dispara el tecladista, que prefiere devolver a su tiempo los discos del Mono Villegas, Manal, Almendra y Pink Floyd, que devoraba en su casa de Villa Adelina. “El primero que compré con guita mía fue Physical Graffiti de Zeppelin, ¡era tremendo!... pero ya fue: cuando apareció el CD fui feliz, porque por fin un soporte hogareño sonaba como las mezclas en el estudio. Descubrí mil detalles más de los que escuchaba en los viejos vinilos”, fundamenta el fundador de MIA (ver recuadro). Hay otros, en cambio, que no. Que aman al vinilo. Que transitaron esa larga agonía bajo congoja de melómano. Que se fumaron –y se siguen fumando– los soportes físicos y virtuales que sucedieron al precioso objeto durante casi treinta años. Pero la historia es cíclica, pensaban los mexicas (lo comprueba el mundo cada vez, con cada cosa), y ya es un hecho bienvenido el retorno a las bateas de los viejos y queridos discos analógicos de 30,5 centímetros de diámetro. Tanto que otro Litto de la música popular argentina –Nebbia– hace un alto espontáneo en medio de sus conciertos en España, y esboza su emoción por ver vinilos de Los Gatos en más de una disquería de Valencia. “Me encanta esto”, envía por mail a PáginaI12.
¿A qué viene todo esto? No es a reflejar una vez más el retorno del vinilo, cuyo crecimiento es lento pero paulatino, sino a aprovechar tal ola ascendente para retroceder setenta años y evocar el momento cero del ciclo: el 21 de junio de 1948, día en que se publicó con destino de venta el primer disco de vinilo de la historia, tras la larga etapa gramofónica. Aquella del formato “pasta”, goma laca, durium, celuloide y/o victrolac, que le había puesto música a la primera posguerra. E incluso, en el caso de la goma laca, a la inmediata preguerra, esa que los historiadores eurocéntricos califican como “belle epoque”.
Al 21 de junio de 1948, entonces: se toma ese día como el origen popular del long play de vinilo porque, si bien ya había una circulación restringida destinada a los soldados que peleaban en la guerra y a emisoras radiales, fue cuando Columbia, a través del ingeniero Peter Goldmark, llamó a la prensa mundial con el fin de informar sobre los inicios de la comercialización del fonograma que se insertaría en el imaginario social de la segunda posguerra como una especie de vehículo salvador y sanador. El lugar escogido fue el hotel Waldorf Astoria y lo que se dio a conocer fue el minuto cero de la circulación mercantil de vinilos en dos formatos: el de 25,4 cm de diámetro (los famosos simples), y el de 30.48, que pasaría a la historia como long play.
La puesta a punto de los primeros elepés se había retrasado siete años a causa de la segunda guerra mundial, pero la dura posguerra no fue obstáculo para el precioso nacimiento que, según la historia oficial, fue con el Concierto en Mi Menor Opus 64, de Mendelssohn, a cargo del violinista Nathan Milstein y la Orquesta Filarmónica de Nueva York, que había sido grabado en 1945 (de una toma) en el Carnegie Hall. Lo que pasó después explica casi toda la historia cultural y emocional de la segunda parte del siglo XX. Las 78 rpm fueron reducidas de inmediato a 45 (el formato de surco chico mimado de la RCA Víctor, contrincante directa de Columbia) y luego a las famosas 33 revoluciones, que explotaron, junto a la inercia del estado benefactor y el hi-fi, entre fines de la década del ‘40 y comienzos de la del ‘50.
Así permanecieron en el tiempo, pese a la crisis del petróleo de 1973, que disparó a las nubes el precio del policroruro de vinilo, hasta que primero el cassette y luego, a partir de 1982, el CD, empezaron a hacerle sombra, y terminaron por provocar una prolongada crisis que pareció ser terminal en los años finiseculares. El año 1988 fue el quiebre, ya que el CD superó en ventas por primera vez al viejo y querido vinilo, hasta que en el alba del siglo XXI, aún ante un contrincante más poderoso (la música en envase digital), revirtió la tendencia.
Es cierto que el vinilo ya no es la vedette del mercado musical, pero sí una piedra preciosa para melómanos, redescubridores de pasado en copa nueva, obsesos de la alta fidelidad, fetichistas, e incluso nuevas generaciones que, refractarias al millennialismo gaseoso de la era, recurren al buen sonido en retrospectiva histórica. Son la facción vinílica que está transformando lo que parecía un revival sin destino en su fórmula opuesta: un destino sin revival. En efecto, las cuevas (no solo de Buenos Aires sino, como marca Nebbia, de las principales ciudades del mundo), han vuelto a destinar la mayoría de sus bateas a LPs que ya no son las joyas del abuelo sino también a ediciones cero kilómetro.
La bisagra de tal resurgimiento ocurrió puntualmente en 2014, cuando fue el único soporte físico en aumentar sus ventas respecto de años anteriores. Todo el resto, que incluye también temas de descarga virtual paga, vieron decaer sus ganancias. Las estadísticas de principios de siglo en la meca del formato (Estados Unidos) marcan que el precio promedio del vinilo viene subiendo desde 2007 –aunque con un bajón coyuntural en 2010–, y tal aumento se corresponde con la cantidad de publicaciones que, solo durante 2012, registraron cuatro millones y medio de copias en el país del norte; dos millones en otro país melómano (Alemania) y casi medio millón en Inglaterra, país en el que, solo en 2014, se vendieron cerca de un millón de vinilos nuevos. En la Argentina, la publicación de LPs es por supuesto mucho menor. De todas maneras, Diego Boris, presidente del Instituto Nacional de la Música (INAMU), considera como una muy buena noticia que el formato esté vivo. “Recuperar la ceremonia de sacar un disco de su portada, ponerlo en la bandeja, y sentarse a escuchar es asignarle un tiempo a algo muy importante: disfrutar del arte”, dice Boris, que trabajó duro para recuperar parte del catálogo de Music Hall. Ese logro determinó reediciones clave como el primer y único disco de Los Gatos Salvajes, además de toda la saga de Pappo’s Blues, y Nayla, de David Lebón. Y espera próximas publicaciones de Pez, Pablo Dacal y Argonautas.
¿Qué opinan los músicos?
La explicación que da Lito Vitale para justificar por qué los discos compactos implican una “evolución” respecto de los vinilos en el mundo del sonido pasa por su uso casero. El “no estoy con la vuelta del vinilo” que encabeza esta nota tiene su explicación en la utilidad del CD para facilitar los programas de grabación multitrack en computadoras caseras. “Esto me parece una genialidad, porque suma recursos. Quizás el efecto colateral es que cualquiera, con un poco de imaginación y cancherismo, puede grabar una canción. Pero pongamos que ladris hubo y habrá siempre, ¿no? Entonces digo que vivan el CD y la grabación digital, y no a la vuelta al pasado de ruidos de púa, limitación en rango dinámico, bandejas que acoplan y miles de etcéteras”, sentencia Vitale. Por supuesto que la bala pega directo en el corazón de otros músicos. Del Tata Cedrón, por caso. “El primer vinilo que recuerdo fue de Rosita Quiroga, y todavía lo tengo, como muchos otros. Me gusta más escuchar vinilos que CDs, tienen un sonido más largo, más amplio”, sostiene el creador del histórico cuarteto.
Federico Gil Solá, exbaterista de Divididos, tiene un punto de vista intermedio. “Mi relación con los vinilos, en su momento, iba más allá de la música y no pudo ser igualada ni por el cassette ni por el CD. Menos aún con la llegada del mp3 y las bajadas virtuales. Pero también pienso que, al menos en la Argentina, hay un elemento de moda, elitista. Los discos de vinilo necesitan un masterizado especial, ya que los surcos se vuelven cada vez más finos a medida que la púa va desde afuera hacia adentro, y eso hace que haya que compensar los graves. Muchos de los discos fabricados hoy no tienen esto en cuenta, con lo cual el que los compra está comprando un CD en vinilo, mucho más caro. A diferencia de Estados Unidos, aquí cuestan entre ocho y diez veces más”, dice Solá, que vivió en Nueva York entre 1976 y 1990, y solía quedarse disquerías de esa meca. “Pasaba mi tiempo libre en Rather Ripped, una disquería de Berkeley que tenía discos raros. También iba a Leopold’s y Tower Records, que estaban en la Durant Avenue, y a la vuelta de ahí, en Telegraph, donde estaban Rasputín, Universal, y Odyssey. Y solía quedarme en alguna hasta que me echaban”
Miguel Cantilo, por su parte –y en plan más nostálgico– viaja hasta 1964 para posarse en el primer vinilo que lo fascinó: With The Beatles. “Con la aparición de los Beatles, los vinilos se convirtieron en un objeto de culto. Lo primero que tuve en mis manos fue un doble, 45 rpm con cuatro de los temas que después integrarían Please, Please Me. Pero antes recibí With The Beatles y me embrujaron todas sus canciones. Todavía hoy, cuando observo su portada me produce una extraña sensación que me remonta al efecto que provocaba en mí aquella fotografía blanco y negro”. Por su parte, Juan Falú, que entre sus vinilos predilectos conserva el seminal Caymmi visita Tom, retoma la dimensión ideológica de la temática, y va por el lado del “sometimiento” virtual. “Hoy, la tecnología decide por nosotros. En el caso de la música, hay herramientas para convivir con músicas todo el tiempo y eso, en manos de las multinacionales, es un peligro. Con el vinilo, en cambio, se puede escuchar lo que uno decide y librarse de la tentación de tener fácilmente todas las músicas, en todo momento y en todo espacio. Ganaríamos silencio, que es el origen de la música”, observa el guitarrista tucumano
Horacio Salinas, pionero del grupo chileno Inti Illimani, retoma la cuestión del sonido. “El vinilo vuelve porque la música luce mejor en este formato amplio y rotundo. En los hechos se escucha mejor, dado que hay muchos más armónicos dando vueltas, las famosas veinticuatro pistas”, señala el guitarrista, cuyo primer vinilo fue uno que se llamaba Todo Violeta Parra, publicado en 1962. “Un disco crucial –recuerda– para entender el modo en que ella pasa de las recopilaciones a la madurez de sus últimas composiciones”. Tito Losavio, en cambio, no es tan apologético, y ubica el foco en el factor guita. “El retorno del vinilo y sus reproductores es una cuestión de consumo suntuario de empresarios o fanáticos cuarentones que tienen dinero como para darse ese lujo. Igual está bien el retorno, sobre todo si alguno te invita a escuchar discos a su casa”, se ríe el ex Man Ray, cuyo primer 33 rpm fue Her Satanic Majesties Request, de los Stones. Otro fue Abbey Road. “Cuando lo vi en la disquería de mi barrio, fui corriendo a casa, me arrodillé y le rogué a mi vieja que me diera dinero para comprarlo”, evoca el violero, cuyo padre trabajaba como productor para Odeón. “Yo lo acompañaba a la fábrica de discos y recuerdo muy bien el olor, las planchas de vinilo que los operarios levantaban con espátulas y colocaban en las prensas que tenía colocadas las matrices del disco, arriba y abajo. Los tipos las bajaban, salía un vapor, abrían la prensa y ahí estaba el long play, calentito”.
La opinión de Marian Farías Gómez, en tanto, choca con la tesis Vitale. “Me parece buenísimo el resurgimiento del vinilo. El sonido es mucho más claro y brillante, porque que no está compactado. Bajé los míos a CD y cuando escucho ambos formatos, la diferencia es notable. Lo que no entiendo es porqué tienen que ser tanto más caros que los CDs”, sostiene la hermana del Chango, tomando como ejemplos todos sus LPs, desde el primero que grabó en carácter solista, en 1967. “No es el que más me conmovió, tal vez porque era muy joven y grabarlo fue casi una exigencia de Odeón”, refiere la cantora, acerca de un dramita que no se repitió en el resto: el de Contraflor al Resto, por caso, o Marian, editado por Trova en 1971. Otro que opina es Antonio Tarragó Ros, cuyo fetiche propio preferido es Tarragoseando. El chamamecero considera que el resurgimiento del formato es una “lucecita al final del túnel tenebroso que nos propina la llamada música electrónica”. “Es regresar al rito de ver con los oídos un mundo mágico”.
Dos melómanos de la generación intermedia son, indudablemente, el ex Super Ratones Fernando Blanco y Alejandro Guyot, cantor de 34 Puñaladas. El primero, tras repasar una larga vida devorando esas pizzas negras de petróleo (discos de Queen y Beatles rodando en un viejo Grundig), lamenta que los vinilistas de hoy sean minoría dado que “nada se compara con el sonido de un buen vinilo”, mientras que Guyot, que también creció con la oreja pegada a un combinado que eyectaba las voces de Gardel, Corsini, Margarito Tereré, y Tormo, también está con el movimiento vinílico. “El regreso ya instalado del formato tiene que ver no sólo con que suena con más profundidad y más ‘filo’, sino también con que hoy estamos viviendo una especie de atomización de los soportes en spotify, bandcamp o youtube. Creo que vinilo volvió para cubrir la necesidad de algunos músicos de publicar sus trabajos en un formato en el que su obra se materialice en forma de objeto que pese, que tenga colores y textura. Por eso sigo escuchando vinilos en una bandeja de los ‘70, que encontré caminando por Chacarita”.
Raúl Porchetto, por su parte, acaba de llevar todo esto a la práctica mediante Sombras en el cielo, su flamante disco. “Me llevó más de un año de trabajo hacerlo, porque no me gusta que mi música suene como en un celular, me gusta que suene como un vinilo. Y las nuevas generaciones, que escuchan música en tablets y celulares, escuchan mal”. Otro de su generación, Héctor “Pomo” Lorenzo, se ubica en el bando de Lito Vitale, pero desde otro lugar.
“La vuelta del vinilo responde más a la devaluación cultural que otra cosa –asegura–. Exceptuando los discos inéditos, que los hay y muy buenos, personalmente es algo que me paraliza, me trastoca, porque creo que nada puede tener tanto peso y originalidad como el fenómeno producido en su tiempo y espacio”, contraataca el exbaterista de Pappo`s Blues e Invisible, que compró su primer disco (el simple “Purple Haze”, de Hendrix) junto a Tanguito en una disquería de la avenida Corrientes. “No sé, es como querer encerrar la mística de una época en una de esas bolas con nieve adentro que, aunque sepas que la estás mirando de afuera, te deja sentir algo de la seguridad que encierra. Al mismo tiempo, me resulta metida por la fuerza porque convive con un revival de nostalgia, de clones y reemplazos y con una enorme oferta de entretenimiento vacío, y se consume igual que el resto de las cosas de moda, como algo efímero y fragmentario. Así se pierde de vista el concepto y creo que sin concepto no hay obra ni artista”, sentencia Pomo, en otro de los intentos por empardar posiciones. “Esto no quiere decir que mi relación con ello, en tiempo y espacio, haya sido romántica. El audio del vinilo tenía un rango dinámico muy amplio. Cada frecuencia ocupaba un espacio físico por su propio peso, cosa que no ocurre ni siquiera con el CD, en el que todo tiene el mismo valor... y ni hablemos del mp3”, determina, echando más sal a un tema de por sí salado.
Setenta años atrás, esto no pasaba.