Aunque el Estado se esfuerza en formar doctores, luego, se desentiende de las tesis, que constituyen –tal vez– los productos más anhelados en el engranaje universitario. Bajo esta premisa, la hipótesis es la siguiente: como las luces se estacionan en el método, se reflexiona poco sobre el proceso de escritura. Así, los tesistas producen manuscritos que “versan sobre temas intrascendentes, abruman por su volumen y repelen al lector por su prosa”, señala Fernando Alfón.
Es doctor en Historia y docente de la Universidad Nacional de La Plata. Además, como escritor y ensayista ha publicado novelas, entre las que se destaca: Que nunca nos pase nada (2003); Cuentos que caben en el umbral (2013) y La razón del estilo (2017), una selección y traducción de ensayos anglosajones. En esta oportunidad, explica por qué es importante que los investigadores recuperen la figura del público al redactar sus tesis doctorales; describe por qué el ensayo puede funcionar como alternativa ante tanto texto acartonado y de lenguaje encriptado; y, por último, desarma los mitos que definen al volumen y la ilegibilidad de los manuscritos como pruebas irrefutables de verdad científica.
–¿Por qué no se leen las tesis doctorales en ciencias sociales?
–No se leen porque no están escritas para ser leídas; se desarrolla un conjunto de prácticas que las conducen hacia su ilegibilidad. Me refiero a mitos que dominan el escenario, imaginarios que afirman, por ejemplo, que cuanto más impermeable son adquieren mayor cientificidad; que cuanto más complejo es su lenguaje y abultada su forma, se revisten de mejor aspecto y validez. Como resultado se producen manuscritos que alejan al lector, tanto al común y corriente como al universitario.
–En sus trabajos señala algo tan interesante como paradójico: el Estado se esfuerza en formar doctores, pero se desentiende de las tesis como producto final. ¿Por qué?
–Cualquier tesista debe peregrinar por distintas editoriales, en muchos casos sin demasiado éxito, para que sus ideas logren ser publicadas. La razón es clara: ninguna editorial está dispuesta a invertir en un libro que no tendrá lectores. Por ello, la pregunta que nos debemos hacer es: ¿por qué el Estado dispone su riqueza para formar investigadores a los que luego, una vez que consiguen el objetivo, les da la espalda? La respuesta es compleja aunque hay pistas para comenzar a pensar el asunto.
–Bueno, recién mencionaba a los mitos. El volumen de las tesis parece conferir legitimidad al trabajo...
–Como jurado, he leído tesis que venían encuadernadas y superaban las mil páginas, tanto que costaba levantarlas. El volumen presupone que hay un gran trabajo contenido en el manuscrito –que sin duda lo hay– y comunicar de manera indirecta: “Esto resume mucho esfuerzo, en efecto, hay que aprobarlo”. Ahora bien, sabemos que el volumen no siempre va acompañado de intervenciones de calidad. Por otro lado, abundan las tesis breves pero muy bien construidas estilísticamente: depuradas, legibles y amenas.
–El conflicto, quizás, esté en que no se reflexiona demasiado sobre la escritura académica.
–Se cree que el proceso de conocimiento se agota con la investigación y la escritura es un simple “volcado de ideas”, como si fuera una suerte de traducción que constituye un momento anecdótico. Por el contrario, es un error pensarlo de ese modo porque las tesis se completan a medida que se escriben. La escritura debería constituir la problemática central de la tesis, ámbito que –por tradición– es protagonizado por el método.
–Es que si la escritura consigue más autonomía podría fomentar la emergencia de la subjetividad del investigador, aspecto que la academia observa de reojo...
–Se concibe que la ciencia reside en el método y este puede prescindir del sujeto. Si prescindimos del sujeto, a su vez, también lo hacemos respecto de sus estilos. Por tanto, el exilio del autor, acompañado de una escritura de aspecto metódica, brinda la sensación de fiabilidad. Estas ideas no son nuevas ni mucho menos; pueden fecharse con la publicación de “Las reglas del método sociológico” de Émile Durkheim (1895). Un gran libro que, no obstante, deja una herencia desafortunada: convenció a los investigadores de no estar presentes en sus tesis. En efecto, los tesistas resignan vocación persuasiva y sus ganas de cosechar lectores.
–¿Cuál sería la estrategia, entonces, para que las tesis puedan ser más y mejor leídas? ¿El ensayo?
–Si entendemos al ensayo como escritura estilística preocupada por aquello que se comunica pero también por los propios procesos que conllevan la redacción, sin lugar a dudas, podría funcionar como un buen modo de producir conocimiento. Los ensayistas desarrollan una mayor vocación por conquistar a públicos más amplios. Aquí, también se produce una confusión ya que la universidad observa con sospecha al mundo ensayístico; lo piensa como género degenerado; como posible conspirador contra el “conocimiento auténtico”.
–¿Qué ocurriría si se incentivara la producción de tesis con el estilo de la divulgación?
–Se tiende a pensar a la escritura académica a partir de su hermetismo y acartonamiento; mientras la divulgación ofrecería una comprensión llana y una lectura desprovista de obstáculos. Mi postura no es tan dicotómica sino que se concentra en reflexionar acerca de una “ciencia bien escrita”, esto es, un espacio donde la instancia de escritura no se presente enemistada respecto de la escena de lectura. Desde aquí, la escritura hermética no es garantía de cientificidad, mas bien, intenta intimidar al lector que, ante diversas estrategias de avasallamiento, culmina por creer que se enfrenta a un pensamiento serio y calificado. El propio Durkheim escribió textos extraordinarios sin un lenguaje tan cerrado. Lo que sucede es que en el fondo, el hecho de encriptar el mensaje se vincula con ostentar el poder.
–Sin ir más lejos, los médicos y sus recetas…
–No hay tan solo una cuota de desprolijidad: los médicos que hablan y escriben raro se quedan con una cuota de poder enorme. Con las ciencias sociales ocurre lo mismo.
–El conflicto es que cuando los investigadores buscan innovar son desaprobados por no cumplir con las pautas prexistentes. Las tesis de Foucault y Nietzsche fueron rechazadas.
–El caso más paradigmático quizás sea “El origen de la tragedia” de Nietzsche. En 1871 su tesis fue rechazada porque no tenía el lenguaje que se esperaba de un tratado científico sobre la cultura griega. Observada a la distancia podremos coincidir en que es una gran tesis, escrita de manera formidable, con una fuerte vocación de persuasión, que recurre a formas metafóricas brillantes y que incorpora la presencia de su autor. La universidad debería incentivar este tipo de trabajos, ya que no pierde absolutamente nada desde el punto de vista científico sino todo lo contrario: se robustece.
–¿El problema es solo de forma o los contenidos también aportan poco?
–El primer consejo que brinda un director a un tesista es que especifique sus temas, “que recorte el objeto”. Ello lo conduce hacia un camino de especificación tan grande que el tema despierta poco interés y resigna frescura. A excepción, claro, de que ese objeto “ultra-recortado” tenga la capacidad de revelar algo más general, aunque ello es difícil de hallar. El principal peligro es que se abordan temas que solo son importantes para el tesista, o bien, para los especialistas del rubro que, en cualquier caso, representan un puñado de personas.
–¿Será porque se cree que cuánto más específicas son más rigurosas?
–Es posible, sin embargo, existen muchísimas tesis que abordan grandes temas y no resignan en nada su rigurosidad. Atravesamos un contexto que puede funcionar como una buena plataforma para volver a pensar temas que despierten la atención del público, más allá de los campos específicos. De lo contrario, los tesistas son condenados al ostracismo.
–De modo que las universidades deberían comenzar por enseñar a escribir.
–Sería un buen comienzo. En la actualidad, se dictan talleres y seminarios pero de manera desconectada. Los jóvenes que saben escribir, por lo general, aprendieron por afuera ya que la universidad no concibe a la escritura como un problema a resolver.