En el mundo, la expectativa de vida se incrementó de modo significativo en los últimos 200 años. Si en 1850 un adulto llegaba al ocaso de su existencia a los 45 años, se estima que en 2050 (de acuerdo a datos provistos por el Ministerio de Salud), lo normal será alcanzar las nueve décadas. Sin embargo, vivir más no equivale a vivir mejor: la curva de trastornos neurodegenerativos aumenta cada día y se calcula que existen 400 mil pacientes con la Enfermedad de Alzherimer (EA) en el país y, aproximadamente, 40 millones de casos en el mundo.
La EA representa uno de los principales enigmas de la ciencia. Implica la pérdida de orientación, la memoria y el juicio, al tiempo que causa deterioro físico y mental, dificulta la socialización y borra la historia individual. Por su complejidad, implica un problema con múltiples aristas en el campo familiar –porque un pariente en edad laboral debe dedicarse en exclusiva al cuidado del paciente–, social –por su alto impacto epidemiológico– y financiero –porque el costo de solventar el tratamiento es considerable–.
Laura Morelli es investigadora del Conicet en el Laboratorio de Amiloidosis y Neurodegeneración del Instituto Leloir. Dirige el Programa de Medicina Traslacional para Innovaciones en Investigación, Diagnóstico y Tratamiento de la Enfermedad de Alzheimer. Aquí, explica lo que sabe acerca de la patología, invita a los medios a desestimar la comunicación de recetas mágicas y anuncia el desarrollo de una tecnología que permitirá la predicción de la patología.
–Usted es doctora en Bioquímica y especialista en enfermedades neurodegenerativas, aunque de adolescente, también, le atraían otros campos del conocimiento...
–Es curioso porque siempre estuve segura de estudiar Letras pero tuve una profesora, en el último año del colegio secundario, que me convenció de seguir química. Como tenía un buen desempeño en el área, decidí aceptar el consejo y probar suerte en bioquímica en la Universidad de Buenos Aires. Sin embargo, no fue tan sencillo. Desaprobé el examen de ingreso de matemática, porque estaba tan nerviosa que no advertí que las consignas también se prolongaban en el reverso de la hoja. Así que hice la mitad de los ejercicios, me fue mal y perdí un año. En fin, luego ingresé y ya no hubo ningún problema. En el último año de la Licenciatura, un profesor de Inmunología me ofreció trabajar en su cátedra así que acepté, y luego comencé a hacer investigación en Conicet y seguí todo el recorrido académico que usualmente se realiza, con posgrados y demás.
–¿Cuándo comienza a interesarse por el Alzheimer?
–Después de terminar el doctorado en 1991, comencé a leer por mi cuenta los primeros trabajos sobre bioquímica y genética cerebral. Existía un laboratorio estadounidense que había descrito la primera mutación asociada a una enfermedad degenerativa (a partir de la asociación de una proteína localizada en el cerebro con un tipo de demencia). Surgió la oportunidad de trabajar allí, así que no lo dudé. Adquirí experiencias muy valiosas y regresé para conformar un equipo en 1995, junto al doctor Eduardo Castaño. Desarrollamos un espacio centrado en bioquímica y genética de las demencias, con énfasis en el Alzheimer.
–Cuénteme acerca de la enfermedad. ¿Por qué es un problema “heterogéneo”?
–Porque engloba un abanico de manifestaciones clínicas que no son idénticas entre sí. Existe un aporte genético fuerte y existen, aproximadamente, 300 familias en todo el mundo que heredan la enfermedad en forma autosómica dominante (es decir, una mutación genética que se transmite a la descendencia). Noso- tros, en Argentina, describimos algunos grupos. Esta es una variante de la patología que no guarda mucha relación con el Alzheimer de los abuelos, que emerge de modo esporádico. En estos casos, las personas no poseen un gen mutado que les produce la enfermedad.
–¿Y qué se conoce respecto a ellos?
–Sabemos que existe un conjunto de genes que predisponen a contraer la enfermedad y, desde aquí, buscamos predefinir para lograr la predicción global del riesgo de padecer la patología. Los factores vasculares –como la hipertensión y la hipercolesterolemia– son muy importantes para su desarrollo. Al mismo tiempo, existe un estilo de vida que también impacta en la emergencia de la enfermedad. Me refiero a prácticas habituales como el sedentarismo y el tabaquismo. El Alzheimer aparece después de los 65 años y se florea en los mayores de 80, cuando 1 de cada 2 es demente.
–¿El 50 por ciento de los adultos mayores de 80 años tiene demencia?
–Sí. Nuestro objetivo es que se incremente la curva de envejecimiento saludable. Para tener un paciente con demencia tienen que desarrollarse muchos factores que se pueden controlar a los 50 años. Por eso, lo que intentamos transmitir es que se trata de una patología integral que depende de múltiples factores y, para ser sinceros, es poco probable que aparezca una pastillita que la cure. Será fundamental una aproximación mucho más abarcativa y temprana.
–La salud es un tema muy sensible y es importante que no se comuniquen falsas promesas...
–Hay que ser muy cuidadosos con el modo en que se comunican las noticias respecto a hipotéticas curas o tratamientos mágicos. A nivel de políticas de salud, se intenta retrasar su desarrollo, al menos un par de años. Eso modifica muchísimo el panorama porque retarda la hospitalización y la internación de los pacientes, y causa un enorme impacto en la economía pública porque los costos se reducen.
–De aquí, la imperiosa necesidad de planificación...
–Exacto. Cuando el médico recibe a un paciente de 80 años con pérdida de memoria, de la orientación y del juicio, se genera un costo muy alto porque necesita de cuidados rigurosos. Un familiar debe salir del circuito laboral para poder cuidarlo.
–¿Cómo se examina el cerebro de un paciente con Alzheimer?
–Se puede estudiar por imágenes y determinar la cantidad de péptidos que están depositados en el cerebro (mediante la técnica PET), se puede calcular la funcionalidad de la glucosa (es decir, si todas las áreas del cerebro consumen nutrientes de modo normal), así como realizar resonancias magnéticas nucleares (para medir el volumen del área del hipocampo). Todo en el marco de un diagnóstico clínico.
–¿Y ustedes cómo trabajan desde el laboratorio?
–Empleamos modelos animales muy básicos como moscas, ratas, ratones, y desde hace unos años, realizamos estudios más sistematizados con nuestra población argentina. Todo lo que leíamos respecto a la enfermedad tenía que ver con pacientes del norte, ya sean europeos o estadounidenses. De modo que si existía algún impacto de ancestría en la predicción del riesgo de adquirir la enfermedad en nuestras latitudes, definitivamente, no había sido observado.
–Y entonces...
–Hicimos un estudio de caso-control para examinar cuáles eran los genes indicadores de predicción de riesgo en los países nórdicos, para luego comparar los datos con lo que ocurría en nuestros habitantes. Se trata de una iniciativa impulsada por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, de la que también participan investigadores del Centro de Neuropsiquiatría y Neurología Cognitiva (Cenecon) de la Facultad de Medicina de la UBA, del Hospital Eva Perón (en San Martín) y del Instituto Mercedes y Martín Ferreyra, en Córdoba. El primer estudio lo realizamos con pacientes de diversos hospitales de la ciudad de Buenos Aires y observamos que no tenían una etnia caucásica y que, por eso, los genes que son importantes en el norte no son tan centrales para nosotros.
–Por eso impulsan el desarrollo de una tecnología ajustada a la genética de los argentinos...
–Nuestra propuesta es similar a lo que se hace en otros países: seleccionar un conjunto de genes que nos permita predecir cuáles son los riesgos globales que identifican a los habitantes de Argentina. Este arreglo de genes que podríamos predecir, incluso, podría ser útil para toda Latinoamérica.
–¿Cómo funcionaría?
–El objetivo es determinar 10 variantes genéticas puntuales, mediante el diseño de una tecnología que a partir de algoritmos exhiba la predicción del riesgo de la patología. Se suma la incidencia de los genes en un esquema que contempla los factores genéticos, los riesgos vasculares y la historia familiar. Todo eso brindaría un score para predecir las posibilidades de que una persona de 50 años, por ejemplo, desarrolle Alzheimer. Si logramos anticipar y predecir un posible desarrollo de la enfermedad, el panorama podría modificarse sustantivamente. Estamos en camino.