Aunque ayer nos divertimos con los senegaleses victoriosos, cenamos bien y barato, escribimos rápido y con certeza, tomamos cerveza en el medio del festejo local, presenciamos una pelea a mano limpia luego de la que un ruso corrió a otro con una silla, fuimos al supermercado a la una de la mañana e, incluso, dormimos un rato más de lo habitual, estamos aquí, en el estadio de Luzhniki a cara de perro y con el gesto de enemigo pintado en nuestros rostros. Es que tomamos dos metro, corrimos al mostrador de prensa y nos acomodamos en lo alto de la tribuna con una sola misión: odiar de principio a fin a Cristiano Ronaldo.
Mientras subimos hasta el asiento 10, de la fila 36, del bloque A207, un amigo barrigón y pisador de pelotas de papi escribe vía whatsapp que Cristiano Ronaldo no tiene gracia porque, asegura, es como Superman. “Es gigante, musculoso, bronceado, atlético, salta cinco metros y patea de todos lados. No podés ser hincha de Superman, que para ganarle hay que ir a buscar una piedrita verde a la otra punta del universo. Tiene todo. Es el que la tiene más fácil”, me escribe. Sin querer, le respondo con una anécdota que alguna vez contara Carlitos Tevez en una entrevista, cuando decía que en su primer día en el Manchester United, después de que se habían ido todos sus compañeros, vio al portugués solo pateando tiros libres en el medio de una cancha. Argumento que si el 7 tiene todo debe ser por eso. Me desdigo rápido: a Cristiano Ronaldo vinimos a odiarlo.
A los cuatro minutos de partido, cuando recién nos estamos acomodando en el asiento, CR7 repiquetea en el área un par de veces, se escapa de los marroquíes y cabecea. Nunca está solo: simplemente sabe estarlo en el momento correcto. Cuando la pelota toca la red, enfila para nuestro lado, pega un salto que evitaría sin tocarlo a cualquier petiso promedio y se planta a gritar su gol, desafiante. En eso se me cruza una entrevista suya que leí hace un tiempo y en la que aseguraba: "No soy la persona más humilde del mundo, lo admito. No me importa que la gente me odie porque eso me empuja. Cuando voy a jugar fuera de casa, la afición siempre está contra mí. Es bueno. Tienes que ver algo bueno de los que te odian. Necesito enemigos, es parte del negocio. Eso no es un problema para mí, es una motivación". Al final, Cristiano entiende más de capitalismo que la mayoría de los empresarios que prometen gestionar. Podría comentarlo con el cronista del banco de al lado, pero, usted sabe, estamos aquí con otro propósito.
Como Portugal apenas ataca, un paseo breve por las redes sociales termina en una sentencia viralizada en boca de Patrice Evra, ex compañero de 7 de Portugal en el United: "Cristiano perdió al ping pong contra Ferdinand. Festejamos y se enojó. Mandó a su primo a comprar una mesa, se estuvo entrenando dos semanas y le ganó delante de todos. Así es él. No me sorprende que quiera ganar más Balones de Oro y el Mundial". Aquello viene acompañado de otra anécdota genial: "Cuando Cristiano Ronaldo te invite a comer a su casa, dile que no. Sobre la mesa había sólo ensalada, pollo y agua, pero nada de gaseosas. Empezamos a comer y pensé que después habría carne, pero no hubo. Ni bien terminó la comida se puso a jugar con una pelota y me pidió que diéramos 'unos toques'. Luego me invitó a nadar en la piscina. Este tipo es una máquina, no quiere dejar de entrenarse nunca", explicó Evra a ITV Sport. Si hubiera leído lo mismo de cualquiera de los otros 735 jugadores de este Mundial, habría retuiteado el genial hallazgo. Pero es Cristiano y a Cristiano...
Marruecos domina el balón en todo el trámite del partido. Incluso, terminará con el 54 por ciento de la tenencia y con seis tiros a gol más que su rival. Agarro la planillita de prensa que me entregó uno de los voluntarios y repaso a los 23 hombres de Portugal. Son un compendio de Silvas y Alves más las patadas de Pepe, claro, y el genio más discontinuo de esta era, Ricardo Quaresma, que ni entra. Raphael Guerreiro pasa papelones con Noureddine Amrabat, un pelado que podría haber nacido en Laferrere como Garrafa Sánchez, pero que juega para el país africano. Lo sigo a Cristiano un rato. Va solo a todas las pelotas. Incluso así se las ingenia para meter un remate cruzado y dejar manos a mano a uno de sus compañeros. Cuando viene un centro, sea a pelota parada o en movimiento, repiquetea como brama un auto de carreras cuando la luz está por ponerse en verde. Ese tipo se autogestiona en un equipo mediocre. Y hay que ser realmente un capo para eso. Lo voy a escribir en alguna de mis redes, pero no. Una palabra que empieza con o me guarda el teléfono en el bolsillo.
¿Y si al final el tipo es un pibe bárbaro como todos los que lo conocieron cuentan? ¿Y si nos equivocamos al tenerle bronca debido a su competencia con Messi y por eso nos perdemos a un crack histórico? ¿Y si estamos cometiendo un error al comparar a su personaje en la dinámica capitalista respecto de un jugador tan grande que destruye a las formas y a las lógicas de buenos y malos con 50 goles por temporada? ¿Y si en realidad amaríamos tener a un Cristiano Ronaldo en nuestro equipo aunque fuera robo? Meto todo eso en mi mochila imaginaria y bajo hacia la zona mixta con la idea concreta de que el portugués no es lo que nos contaron. Ya lo quiero un poco. Un rato después, sale magnánimo por el pasillo de atención a la prensa con el pelo impecable, la ropa sin una arruga y un perfume estridente que ya debe haber invadido todo el estadio. Tiene medias altas con zapatillas, lo cual, sin duda y desde este momento, debe ser la próxima moda por salir. Se acerca. Lo tengo a cinco metros. Le hablo. Le pido una palabra para Argentina. Este tipo es un capo, no puede fallar. El instante dura lo que las ilusiones. El de Madeira se pone el teléfono en la oreja con cara de canchero y simula estar charlando con alguien. No responde. Se va. Por más buen flaco que sea, Cristiano Ronaldo es el tipo al que necesitamos odiar.