En una de las escenas más potentes y emotivas de Western, el estupendo tercer largometraje de la cineasta alemana Valeska Grisebach, dos hombres adultos que no comparten el mismo idioma logran comunicarse mutuamente el intenso dolor de la pérdida de un ser querido. En ese preciso momento, el hálito del Jean Renoir de La gran ilusión flota, inconfundible, en el aire. Poco importan las diferencias culturales y lingüísticas e, incluso, el hecho de que los personajes puedan verse en algún momento en posiciones diametralmente enfrentadas. Aquello que los une es más fuerte: la relación cotidiana con el trabajo manual, un sentido de la existencia y de la relación con los otros, una determinada visión del mundo. El alemán recio y callado que ha llegado a ese pueblo de Bulgaria, cerca de la frontera con Grecia, como mano de obra transitoria para la construcción de una planta hidroeléctrica derrama algunas lágrimas mientras apura el último trago de licor. Su nuevo amigo, el búlgaro, un pequeño comerciante dedicado al material para la construcción, lo observa y comprende todo, a pesar de no entender ninguna de las palabras pronunciadas durante la confesión.
Es una verdadera suerte y también un pequeño milagro de la distribución que la nueva película de la directora de Mein Stern y Sensucht –ninguna de ellas estrenada comercialmente en la Argentina– llegue a la cartelera local. Estrenada en Cannes hace dos ediciones, Western potencia varias de las virtudes de sus films previos y encuentra nuevos desafíos creativos, de los cuales sale airosa. La mera descripción de la historia contendida en las dos horas de proyección parece ofrecer pocos eventos dramáticos, de esa clase de hechos de los cuales muchos guionistas suelen enorgullecerse. Un grupo de operarios germanos comienza los preparativos del trabajo de envergadura que los espera allí, en tierras extranjeras. Son tipos rudos y directos y más de uno demuestra ser dueño de actitudes chauvinistas y machistas típicas: uno de ellos planta la bandera tricolor de su país como una provocación; otro se excede en el “piropeo” hacia una mujer que anda de paseo por el río cercano.
Entre esos hombres se destaca Meinhard, de unos cincuenta años, lacónico, de rasgos y mirada dura, más silencioso que el resto. Alguien que, en el pasado, pudo o no haber sido un legionario y que, fundamentalmente, nunca termina de encastrar en esa cofradía de trabajadores temporales. Es así como comienza a dar algunos paseos por la zona, acercándose cada vez más a las calles y a los habitantes del pueblo. Meinhard, el forastero. Y un caballo blanco suelto por los campos, aunque con dueño. Y la posibilidad de una amistad con Adrian, alguien nacido y criado en ese lugar, y su grupo de colaboradores y amigos. Y las conversaciones con dos mujeres, una de ellas bastante más joven. Y la posibilidad latente de un enfrentamiento a puro puñetazo, con un coterráneo o un lugareño. Y, desde luego, un rifle, que aparecerá bien avanzada la historia. Con esos elementos, Grisebach justifica el título de la película: de forma microscópica, la cineasta va instalando tópicos, gestos y accidentes de la topografía del gran género cinematográfico estadounidense en un universo actual y globalizado.
En ese sentido, Meinhard resulta ser una nueva encarnación del héroe solitario enfrentado a un universo en el cual no termina de sentirse a gusto. Un individualista en el sentido más íntimo del término: sus códigos de conducta, su ética, su manera de moverse en el mundo no necesitan formar parte de un consenso ni, mucho menos, requieren de la aprobación de los demás. La delicada pero rotunda estrategia narrativa de Grisebach va dando sus frutos a medida que aquello que parecía una simple observación de situaciones y tipologías –con una cámara en plan seguimiento de personajes y la precisa utilización de actores no profesionales– comienza a desenrollarse como una telaraña. Es luego de un hecho circunstancial cuando la trama parece comenzar a espesarse, pero es sólo un falso señuelo: todo fue y sigue siendo importante, nada se radicaliza. Lo que surge con fuerza, en definitiva, es la humanidad de las criaturas, tan frágil y reconocible. La última, extraordinaria secuencia durante una fiesta en el pueblo, en la cual todos los personajes –hombres y mujeres, aldeanos y visitantes– parecen formar parte de una coreografía improvisada por el azar y el deseo, termina de confirmarlo.