El susurro se parece a la lengua de los muertos, a un diálogo macizo, inspirado y delirante con los ausentes. Ella no puede evitar que la tradición del padre y del abuelo muertos aparezca en el propio deseo. Cuando relata la historia de su abuelo que le murmuraba a los caballos para amaestrarlos en el alma, para no herirlos con el látigo, asume una forma tranquila que parece acariciar las palabras. Su belleza empecinada en sostener cada detalle de la escena que ocurre en su recuerdo, no se adentra en la fatalidad. Lo que estalla sucede en el estremecimiento del público al que Ana Scannapieco delinea y cautiva con su voz inteligente y precisa.
En El amante de los caballos el destino no puede deshacerse. Aparece bajo la forma de una pasión insoportable, de una anormalidad que convierte a los personajes en reliquias extrañas y malogradas en un mundo de seres normales. La madre quiere que sus hijxs no se aferren a pasiones malsanas pero ella, la hija, vuelve a la casa para asistir a los últimos días de vida de su padre y en esa travesía por los bares del pueblo donde el hombre apuesta a las cartas y gana más allá de toda lógica, con una suerte que nunca tuvo pero que ahora se presenta bajo el signo de una agonía dulce, pasa a entender a su padre como si leyera en él un testamento. La herencia del padre descarriado asume en la hija un mandato jubiloso. Ella también quiere ser un alma libre y oscura.
En los textos de Tess Gallagher que Lisandro Panelas adapta al teatro hay algo de lo impuro que se recupera para romper una normalidad temerosa. Esa que estaría en boca de la madre y que la hija intenta evitar hasta que comprende que está en ella como ese pasado que la llama.
Scannapieco logra acercarse a su personaje con una cautela luminosa, como si al principio quisiera mostrarlo en una narración que se parece bastante a un contar despojado de la actuación, con una naturalidad exacta y afable que sólo se quiebra en esa dramaturgia muda que enreda cada vez que mueve los labios para invocar el murmullo. Pero después la actuación se convierte en un territorio poblado de invenciones, donde cada criatura atrapada en su monólogo aparece con una nitidez de película y ella esgrime una emoción tan sutil como arrasadora.
La transformación está en la ropa, en las botas pero también en esos gestos que a veces la vuelven un tanto animal, con esa boca que se hunde en un cuenco de agua como si la protagonista pensara con el cuerpo, como si los ancestros la habitaran. Scannapieco trabaja una sensualidad que al mismo tiempo parece incorporar cierta textura masculina. En la soledad de la protagonista hay algo de esos seres que atraviesan el desierto entre los caballos. En su manera alegre de andar por la escena en un galope que evoca la aventura, la obra de Panelas parece convertirse en un western intimista. Todo ese afuera que Scannapieco sugiere en las acciones muta en imágenes que la llevan a un trabajo interno. La mujer de esta historia encuentra en los hombres de la familia un desvío que ella convierte en una variable de su feminidad, como si toda diferencia tuviera una esencia femenina. El padre y el abuelo que se salieron del orden, que podían bañarse en el río con su caballo preferido o dejar el dinero ganado en el juego en un fuentón en la sala de la casa para que cualquiera pudiera tomarlo si lo necesitaba, hablaban de vidas donde la propiedad y el decoro no funcionaban como un límite. La hija se entrega también a esa incerteza de no ser quien auguran las madres y lo hace como una cazadora solitaria, amparada por el alma de los muertos que le hablan en un murmullo que solo ella puede escuchar.
El amante de los caballos se presenta los sábados a las 20 en Moscú Teatro, Camargo 506, CABA.