Cuánto cabe en una frase. Cuánto en un extenso discurso que pretende ser reparador y es profundamente misógino. Cuán patético es el lugar de la victimización por parte del machito violento. Pero aquí estamos, siendo testigxs, una vez más, de esa máxima sobre la cual Sigmund Freud cimentó su obra: a las mujeres hay que atenderlas, frenar sus ataques de histeria, “prestarles atención” como a un ciervito que se cruza en la ruta. Tan hermoso, se posa allí, inocente, pero es capaz de provocar una tragedia con su cuerpito inmóvil. El maltrato del que hablan Bertuccelli y Rivas no llega en cualquier momento a la arena pública, llega después de que la rabia y la indignación por un femicidio por día llevaran a miles a las calles, a salir del closet de las relaciones abusivas y los destratos interpersonales. Hubo un encuentro masivo, por poner una fecha simbólica e histórica, el 3 de junio de 2015, y después un camino de reconocimiento y aprendizaje, que gestó un lenguaje nuevo para nombrar nuestras causas, nuestros vínculos. La movilización fue tan contundente que devino posición política, filiación militante: el feminismo habilitó llamar a las cosas por su nombre y el femicidio, ese crimen que todavía se comete cada día en nuestro país por el solo hecho de aleccionar a una mujer o identidad feminizada, fue la punta del iceberg para nombrar tantas otras violencias. Las que pesan sobre lxs niñxs, las que se develan en el lenguaje cuando no incluye a todxs, la que aprieta feminizando la pobreza y minimizando las tareas de cuidado, plus la brecha salarial que nos afecta y que tiene cifras concretas: las mujeres ganan un 30 por ciento menos que los varones por hacer el mismo trabajo. Por eso llegamos a pelear cuerpo a cuerpo por la legalización del aborto y por eso, en la misma semana en que eso se estaba discutiendo en el Congreso, una actriz se animó a decir lo que venía callando. Que el actor for export, el canchero, divino, talentoso y delicioso, sin un quilombo en su pasado, el que te ve en la calle y te guiña el ojo, el que renunció a hacer de latino en Hollywood para que no nos encasillen, el que pisa España y es éxito de taquilla, ese genio, buen mozo y gran padre, que renunció a ir a la entrega de los Oscar porque no le sumaba, es un maltratador.
Y la tierra de los intocables tiembla, esa misma que cobija a Tinelli y Suar, y la misma tela verde que nos aceleró el corazón a todas de repente empieza a verse en las defensas al violento. ¿Por qué las mujeres no creemos en la palabra de la otra, de una vez y para siempre, si ya estamos hermanadas por otras luchas en las que probamos ser efectivas? ¿Cómo pueden las palabras de Darín no sonar insoportables? “Quiero pedirle disculpas a Valeria Bertuccelli para que se tranquilice”. ¿Por qué tendría que tranquilizarse? ¿Por qué deberíamos calmarnos? El famoso mantra “no me calmo nada” debería desplegar las alas más que nunca y posarse sobre las mentes que escuchan. ¿Qué importa si Darín es buen padre? ¿Qué más da si una compañera de Bertucelli habla mal de ella por un trabajo del pasado? ¿Dónde se unen todos esos puntos en el aire para desacreditar a las compañeras/colegas con el cobijo del verde aborto? Muchas preguntas que se tejen en el aire de un momento álgido, rasposo, probablemente histórico y sin dudas, irreversible. Maltrato también es menospreciar, minimizar, no escuchar, putear y murmurar cosas por lo bajo, como le hacía Darín a Erica Rivas. Maltrato es decir “le pido disculpas y su marido es un santo” como dijo Darín de Vicentico. Maltrato es cobrar 30 puntos de la recaudación cuando tu compañera araña los 8. A la revolución del sentido que aporta el feminismo hay que sumarle más sororidad que nunca, porque de ella seguiremos trenzando nuestras luchas.