La reina del Pabellón elabora una versión satírica del homoerotismo en las cárceles –con un argot que va del Siglo de Oro Español a Batato Barea– sin esquivar la denuncia de un sistema penitenciario humillador y delictivo.
La cárcel como escenario de las fantasías homoeróticas es un tópico recurrente de la literatura del siglo XX. Pero mucho antes de los presidiarios-flores de hermosos rostros de Genet, Balzac -que siempre tuvo una palabra para todo- había inmortalizado como protagonista de su Comedia Humana al ex presidiario Vautrin, de múltiples identidades y eterno enamorado del prototipo de la belleza decimonónica, Lucien de Rubempré (que termina suicidándose en una prisión). A su vez, el oso-loca Vautrin, en su última reencarnación, culmina sus días como jefe de la policía de París y cerca de los chongos peligrosos a los que deseó toda su vida (un final feliz gay avant la lettre más subversivo que el Maurice de Forster). En esta línea narrativa parece situarse Gonzalo Demaría con La reina del Pabellón, pero combinada con alusiones a la alta cultura clásica -métrica y rima que emulan los versos del Siglo de Oro español-, y referencias la tradición literaria local y a la llamada baja cultura -la gauchesca, Oscar Hermes Villordo, Manuel Puig, el argot carcelario, Batato, Urdapilleta y Tortonese y Gasalla. De esta combinación rocambolesca surgen situaciones eróticas, grotescas y cómicas (el ritual de la muerte del doctor Hoyo y su devenir mujer), y buscadas vulgaridades que pueden resultar o no efectivas.
El argumento es simple: la Señora del Hoyo (Fabián Minelli), calentona y paralítica, prepara la visita a la cárcel de máxima seguridad de su hijo el Juez del Hoyo (el mismo actor). Para ello debe elegir dos de entre seis voluptuosos y peligrosos presidiarios con sobrenombres por demás elocuentes: el Sacamantecas (Bruno Alcón), el Paragua (Joaco Vazquez), el Chori (Hugo Agudo), el Bebe Orozco (Nacho Pérez Cortés), el Nueve Balas (Agustín Vera) y el Sieteleches (Nahuel Bazán) para un duelo. Así el patio del pabellón se transforma en circo romano y los convictos en gladiadores a la manera de los péplums que hicieron los deleites onanistas de nuestros ancestros y que hoy devienen en series y películas con estética de videojuegos. El duelo será a muerte y el sobreviviente logrará la libertad al precio de tener que ocupar el lecho nupcial del Juez. En Enemigos públicos, Osvaldo Aguirre narra que, a mediados del 2000, el asesino serial por antonomasia de Argentina, Robledo “Cara de Ángel” Puch, eligió quedarse en el pabellón de homosexuales antes que pedir la libertad condicional. Algo de este espíritu flota en el final de La reina del Pabellón. Denuncia de la injusticia social: en el exterior, el frío y la miseria; adentro de la cárcel, el calor, el techo, la comida y en el patio la vista del cielo. Pero el calor y las solidaridades parecen ser potestades masculinas. Lejos de la triunfante Vautrin, los juegos de poder despóticos y despiadados de las mujeres y de las locas parecen necesitar ser erradicados y ellas sacrificadas para que se erija aún dentro de la prisión el nuevo poder autoritario de las homosociabilidades y de la dominación masculina.
La reina del Pabellón, escrita y dirigida por Gonzalo Demaría. El portón de Sánchez. Sánchez de Bustamante 1034. Sábados a las 21 y domingos a las 20.