Desde Barcelona
UNO La primera semana del años es, para Rodríguez, siempre la más… la más… la más (a falta de un mejor nombre o sensación)… la más poética. Y claro que no es sencillo alcanzar semejante estado a lo largo de quince días donde lo que prima y rige –del noctámbulo y declamante portador que es Papa Noel a los nocturnos importadores y epifánicos Reyes Magos con los ojos llenos de estrella– es algo así como el clímax multiorgásmico de lo que podría ser llamado Era de Amazon: todo pasa por paquetes que pasan y que llegan y que, al abrirse dejan de ser paquetes para convertirse en contenido y traducción del afecto con diferente tamaño y precio y gusto y acierto.
Paquete rima con complete.
Regalo rima con resbalo.
Felicidad rima con ansiedad.
DOS La poesía nunca fue lo suyo, piensa Rodríguez; quien no posee un espíritu tan romántico como arriesgarse a un “feliz” pero sí se anima a un “mejor” año nuevo. A Rodríguez la poesía siempre le dio el mismo miedo que le dan las monjas o el montar a caballo: nunca entendió cómo alguien pudo casarse con un dios o confiar su cuerpo al cuerpo de un animal o cómo alcanzar la certeza de que un poema es malo o bueno o perfecto. Los poetas –a veces gastados, a veces fucked-up, siempre listos– eran para él escritores cableados de manera diferente y que en unas pocas líneas podían explicarte el misterio de por qué tus padres te habían jodido o las irracionales razones detrás de los suicidios de tus esposas o hijas o la manera en que tus hijos acabarían jodiéndote. Súper-poder que lo llevaba a fantasear con la idea de reinventarse como poeta: alguna vez había dicho que escribir largo era como leer y escribir corto era como escribir y, sí, tal vez redactando esas líneas marginadas e irregulares… Pero no. No era lo suyo. O, mejor dicho, él no era de eso. Podía apreciarlo pero no apresarlo. Ese poema en su oficio o arte sombrío y cuando solo la Luna se enfurece y ja ja ja, a medida que todo vaya cayendo aparentemente fuera de lugar pero, por fin, en su sitio exacto. Para Rodríguez la poesía es esos dos discos de Serrat (Machado/Hernández) y otros cantautores (Paul Simon, en especial, con esa manera tan suya de saltar de lo cotidiano a lo simbólico en una misma estrofa) y encuentros esporádicos y fortuitos. Larkin y Borges (“tanto” y “espanto”), Dylan Thomas y los beatniks (pero no Ginsberg, al que no soporta, siempre colándose en las fotos), Donald Justice (por una mención en El hotel New Hampshire de John Irving), Charles Simic (a quien descubrió en los Summer Fiction Issues de The New Yorker) y e. e. cummings (por Hannah and Her Sisters). Y siempre le gustó eso de J. P. Donleavy (¿dónde está?, ¿cuándo vuelve?, ¿cuándo van a descubrirlo o a redescubrirlo como a Vonnegut?) versificando las últimas líneas de los capítulos de sus novelas y tembló con Louise Glück, quien le saltó a los ojos como epígrafe de una memoir de Mary Karr: “Miramos una vez al mundo, en la infancia / El resto es memoria”. Y esa escena de Oh What a Paradise It Seems del poético y epifánico John Cheever en la que un viajero llamado Lemuel Sears visita la cueva volcánica y balcánica de una pitonisa de nombre Gallia en busca de la verdad; y la mujer lo abraza entre carcajadas y le dice “La grande poésie de la vie”. Y poco más y nada menos.
Pero está claro que a Rodríguez el asunto le intriga, y con ese espíritu amoroso lee en inglés un pequeño gran libro que pronto saldrá en español: El odio a la poesía del poeta y neo-novelista Ben Lerner. Allí, Lerner –uno de los versificadores jóvenes más prestigiosos de Estados Unidos– arranca confesando que la poesía no le gusta y que ese disgusto acabó fundamentando su vocación poética. “Hay mucha más gente de acuerdo en cuanto a que no le gusta la poesía que personas de acuerdo en cuanto a lo que es la poesía”, explica allí Lerner. Y Lerner amplió en un reportaje: “La poesía hace que la gente se sienta excluida; la perciben como una suerte de amenaza, de ahí que la reacción sea tan intensa y esté tan teñida de inquietud. Sea cual sea su sentido que sea, siempre tiende a despertar emociones extremas”. Y entonces Lerner recita a Marianne Moore en la primera página de su amorosa diatriba: “A mí también me desagrada… / Leyéndola, eso sí, con el más completo desdén, uno / descubre que, después de todo, hay / en ella espacio para lo genuino”.
TRES Y con ese ánimo, Rodríguez entra a un cine del invierno a ver Paterson, la nueva película de Jim Jarmusch. Y los inmigrantes y los asesinos a sueldo y los cowboys y los indios (uno de ellos se llama William Blake) y los presidiarios fugitivos y los fumadores y los taxistas y los Elvis y los samuráis y las ex novias y los vampiros de Jim Jarmusch siempre fueron –cada uno a su manera– poéticos. Muy.
Pero en Paterson hay, por primera vez, un poeta poético. Conductor de autobuses con apellido igual al de esa ciudad de New Jersey en la que nació Lou Costello y a la que rimó William Carlos Williams. Calles en las que vive y maneja (un portentoso Adam Driver quien, más allá de su Kylo Ren, corre sin prisa ni pausa a convertirse en EL ACTOR de su generación) mientras piensa poemas que son como aquellos artesanales satoris de Richard Brautigan. Poemas que se van escribiendo en la pantalla mientras los evoca la voz como en trance de Paterson por Paterson. Paterson es una sucesión de despertares junto a la mujer amada: una sabia y hermosa y adorable y sólida cabeza hueca que hornea cupcakes y que pinta compulsivamente cortinas y vestidos y todo lo que se le ponga a tiro de pincel y que sueña con triunfar como cantante en Nashville y, ah, el macizo amor que puede llegar a sentirse por una cabeza hueca, añora Rodríguez. Y Paterson es rutas y paradas y conversaciones y mellizos y cervezas y primeros planos de objetos inanimados que a Paterson lo animan a sacar su “cuaderno secreto” y anotar algo y todo el tiempo la sensación de que algo terrible va a pasar. Y pasa. Pero al final no es para tanto. Porque –luego de un encuentro poético y epifánico con un japonés epifánico y poético junto a las cascadas del río Passaic quien le dice que “leer poesía en traducción es como ducharse con impermeable”a la vida continúa y, con la vida, continúa la poesía.
Y termina Paterson: una de esas contadas películas que parecen no contar nada para contarlo todo. Paterson como una de esas películas que, contadas, pueden sonar a juguete artificioso y cursi y autoayudante. Paterson como una de esas películas a las que hay que mirar a oscuras para ver toda su luz, iluminando.
Rodríguez sale del cine en estado de gracia, de mucha gracia, en estado de muchas gracias. Casi seguro de, por fin, haber comprendido algo muy importante aunque no esté muy seguro de qué se trata. Y tal vez de eso se trate todo, se dice.
Es una noche en la que reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos no de elefantes sino de camellos. O al volante de un autobús que se rompe, pero que ya volverá a andar.
Y hace frío y llueve.
Poesía rima con fría, con llovía, con fluía, con universalizaría, con concebía, con sentía, con alegría.
Rodríguez rima con Rodríguez.