Son cinco, seis, diez tipos que se escapan por la escalerita y agarran el playón del estadio, de ese maldito estadio en el que acabamos de comernos la mano de nuestras vidas, acá, en Nizhni Novgorod. Son cinco, seis, diez tipos que huyen de la realidad incontestable, que quisieran correr de aquí, que se esconden en la sombra más sombra debajo de la tribuna. Son cinco, seis, diez tipos que van por la oscuridad, que van evitando la luz y que, sobre todo, van refugiando sus ojos de que otros ojos los vean llorar. Bajando la escalera hacia el estacionamiento, uno no aguanta y solloza. Y otro detrás. Y otro. Todos ellos, además de lagrimear en silencio, saben que no estamos eliminados y que esperamos un milagro. Todos ellos, también, creen tener en claro que nunca vamos a ser eso que creíamos que alguna vez íbamos a ser.
Como queríamos creer inventamos coincidencias misteriosas con 1986, elogiamos publicidades horrendas, compramos vasos y pasajes, dejamos novias esperando, cambiamos destinos, buscamos trabajos, demoramos cuentas, soñamos hasta lo inimaginable y vimos melenudo hasta al pelado más pelado. Sí, hasta al más pelado. “Me siento peor que el día que me dejó una mina a la que intenté conquistar durante cuatro años”, dice uno de los muchachos de la mesa de siempre del centro de prensa y cada uno, sin decirlo, recuerda a un desamor. Porque hasta los tipos más felices con las mujeres más ideales, en noches como la de hoy, saben qué gusto tiene el desamor.
Como queríamos creer sonreímos cada día al encontrarnos a Ariel Scher y a Ezequiel Fernández Moores, esos cracks de cracks del periodismo que acá, incluso en estos tiempos, hacen mejores a todos los que pisan la alfombra de la maldita sala de terapia intensiva de Niznhi Novgorod. “Si ellos siguen viniendo, nosotros también deberíamos”, tira otro de los cronistas que hasta hace cinco minutos estaba hablando de cambiar los pasajes, costara lo que costara. Porque cuando el desamor es verdadero desamor, el dinero es el más último de los problemas.
Como queríamos creer vinimos con los pibes del barrio, que dejaron pedazos de su piel en las tarjetas de crédito y en las intenciones y que, simplemente, decidieron soñar con un poco más de ruido que lo habitual. “Amigos, estoy re caliente y quiero romper todo”, dice el audio de WhatsApp lacónico y evidente de uno de los de siempre en cuestión. Porque cuando un desamor te apuñala, incluso ante la evidencia previa, siempre es mejor tener a un amigo cerca con el que compartir la tristeza.
Como queríamos creer esperamos la llegada de hermanos, amigos, compañeros, socios y más para el último partido, el duelo con Nigeria en San Petersburgo, el que puede destruir a todas las destrucciones y el que puede marcar una era, una horrenda e histórica era. Ese juego es el que nos puede hacer ver lo que nunca esperamos poder ver: un piso más abajo que Corea-Japón 2002. La tragedia deportiva está tocando la puerta, pero ellos vienen igual. Porque al desamor se lo destierra de a poco, siendo muchos y con la certeza de saber que el colectivo siempre abraza mejor cuando va más lleno.
Como queríamos creer desoímos las señales de los que argumentaban y los ladridos de los que simplemente llamaban la atención. En el medio discutimos, armamos listas, pusimos y sacamos a Lautaro Martínez, a Centurión, a Dybala, a Armani y a unos cuántos más. Y, sobre todo, agarramos esto como propio. Porque un verdadero desamor, claro está, siempre viene después de una incontrolable y profunda pasión.
Como queríamos creer no vimos el camino que dibujaron la muerte de Julio Grondona, el 38 a 38, las finales perdidas, los técnicos que pasaron, la Comisión Normalizadora, las renuncias y las contramarchas, los juveniles rotos, la falta de recambio, la programación de amistosos descabellados, la cancelación de amistosos descabellados, los torneos de 30 equipos, las polémicas inventadas, los audios y fotos filtrados, el silencio, las lesiones de último momento, la crueldad de antemano de algunas de las hienas que esperan, el dólar, el flojo nivel de algunos de nuestros ídolos, el cambio permanente de nombres, los chicos que todavía no se acomodaron, los grandes que ya no pueden, el malo (malísimo) juego, la indolencia y el resquebrajamiento del sueño. Y aunque sabemos que esos signos se enfilan con diferentes tenores e importancias, todos fueron señales que simulamos no ver porque queríamos creer. Y como queríamos creer, mientras lloramos junto a cinco, seis, diez tipos que caminan en la sombra, sabemos (y créame que sabemos) que así se rompe un corazón.