Las primeras dos o tres escenas de Calzones rotos - Revancha de mujeres, adaptación de la novela del chileno Jaime Hagel Echeñique, hacen temer lo peor: diálogos expositivos, actuaciones físicamente sobrecargadas, el peso del diseño de arte en cada milímetro del fotograma digital y un denso aire a grotesco latinoamericano. Y si bien esa descripción acompañará a los personajes hasta el mismísimo desenlace, lo cierto es que la película del italiano (radicado en Chile) Arnaldo Valsecchi –en los papeles, una coproducción entre el país vecino y Argentina– termina desarrollando una táctica para que ese tono general se transforme en un sirviente de la historia y no lo devore todo a su paso. Los “calzones rotos” del título pueden inducir a engaño de este lado de la cordillera: similares a nuestros buñuelos, aunque de forma menos esférica, se trata de un típico platillo dulce de media tarde, aunque un posible segundo sentido está claramente presente en el relato. La “revancha de mujeres”, en tanto, no ofrece confusión alguna: corren los años 50 y en esa casona de clase acomodada del interior chileno la que tiene los pantalones puestos es una mujer, la matriarca Matilde, interpretada por Gloria Münchmeyer, una veterana de las telenovelas trasandinas.
Desde luego, esto no siempre fue así. En la primera de una extensa serie de flashbacks a los años 30 y 40, la figura de Alfonso (Patricio Contreras, presente además en otro estreno de esta semana, Dry Martina) adopta el lugar central de la casa, amo y señor de las habitaciones, de las tierras y de su esposa. Enganchado hasta el delirio con una joven prostituta recién llegada al burdel del pueblo y reservorio de un batallón de enfermedades venéreas (como se las llamaba en aquel entonces), el personaje de Contreras –siguiendo a grandes rasgos los hechos de la novela– comienza a desenrollar el ovillo de una genealogía familiar que oculta los mil y un secretos, incluyendo maternidades y paternidades desconocidas, deseos prohibidos e incluso algún que otro crimen. De nuevo en el presente, la inminente muerte de Matilde reúne a una serie de visitantes a su alrededor, hijos, sobrinos y una nuera llegados de otras partes del país y del mundo, como así también el párroco del pueblo, receptor de un terrible secreto de confesión que pondrá a disposición del film nuevas llaves que abrirán otras puertas del relato.
“¿Y? ¿Acabaste?”, pregunta una de las tres hermanas a la menor, que recién ha confesado, sin eufemismos, que durante la noche salió al porche a masturbarse. Si en Belle Epoque, la película de Fernando Trueba, era el deseo por un joven el que despertaba las pasiones de las muchachas, aquí el sexo parece movilizar a todos (o a casi todos) los personajes. Nada extraño si se tiene en cuenta la fuerte impronta represiva de las costumbres y la religiosidad de manual, que parecen recubrir a la finca como un velo, rechazada en la película por las fuerzas del humor vodevilesco. Muerto el patriarca, la hipocresía sigue flotando en el aire solamente ante la presencia de extraños. Calzones rotos se transforma así en una suerte de celebración de la libertad del cuerpo (y de la mente), aunque para ello debe recurrir necesariamente a ciertos anacronismos culturales. Lo picaresco nunca termina por hacerle un lugar a aquello que late debajo de lo superficial, pero la película de Valsecchi tampoco pretende ser mucho más que un aguafuerte costumbrista. En este caso, se agradece.