Desde el inicio de su gestión Cambiemos procuró involucrar a las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad; especialmente en el combate contra el narcotráfico y la lucha contra el terrorismo. Es indudable -y es bueno subrayarlo– que el narcotráfico y el terrorismo son problemas internacionales. Sin embargo, está probado que no se expresan de igual forma, intensidad y alcance en todas las regiones y países. Por eso no hay un modelo único y universal para su abordaje salvo que un gobierno adopte, por convicción o conveniencia, los parámetros y exigencias de una determinada potencia; algo que en esta parte del mundo remite a Estados Unidos.
En su más reciente intervención en el día del Ejército, el presidente Mauricio Macri destacó que los militares se deben sumar a las fuerzas de seguridad ante “las amenazas y desafíos actuales”. Esta aserción se inscribe en lo que se conoce como “nuevas amenazas”: un conjunto de peligros entrecruzados-drogas, terrorismo, crimen organizado, entre otros-que exigiría un rol activo de las fuerzas armadas para hacerles frente, con lo cual se borra el lindero entre seguridad y defensa. Esto último lleva, en mi concepto, a lo que denomino Doctrina de Inseguridad Nacional. A diferencia de la vieja Doctrina de Seguridad Nacional cuyos enemigos eran los “comunistas” y los “subversivos”, los enemigos actuales son un abanico de oscuros actores interconectados que constituyen parte de una acechanza global que deberían ser neutralizados por los militares.
Si bien desde hace 30 meses se repiten las expresiones de altos funcionarios a favor redefinir las misiones de las fuerzas armadas y con ello modificar el trípode legal vigente (ley de defensa de 1988, ley de seguridad interior de 1991 y ley de inteligencia de 2001), en los hechos no han ocurrido cambios sustantivos. ¿Qué explica esta paradoja? Existe una interpretación acogida por varios analistas: una mezcla de impericia, improvisación e ineficacia en el seno del Ejecutivo ha impedido llevar a la práctica lo que se sostiene en la retórica. Ese argumento no me parece suficiente ni convincente.
A mi entender es importante explorar otra interpretación en la que se conjugan cuatro factores. Primero, la ausencia de mayorías legislativas le impide a la presidencia avanzar con una reforma que altere frontalmente el consenso político alcanzado desde el advenimiento de la democracia y que atravesó distintas administraciones con orientación ideológica diferente. No existe hoy en el Congreso -y menos en esta coyuntura– una correlación de fuerzas que permita introducir, debatir y aprobar leyes que modifiquen el conjunto de normas vigentes en la materia. A lo que hay que agregar la posibilidad de que ciertas voces-así sean escasas y entre cuadros medios y más técnicos–dentro del mismo Ejecutivo duden de la conveniencia de impulsar iniciativas de cambio que carecen de sustento legal, político y social.
Segundo, en la coalición de Cambiemos está la UCR que, aunque socio escasamente consultado, ha sido un protagonista clave en la construcción de ese consenso. Dos de las leyes -las de 1988 y 2001- se sancionaron durante mandatos del radicalismo. El voto de ese partido fue fundamental por su peso en el Congreso: los legisladores de la UCR fueron el 44.9% cuando se aprobó la ley de defensa, el 35.4% cuando se aprobó la ley de seguridad interior y 31.9% cuando se aprobó la ley de inteligencia. Si bien en la actualidad el radicalismo no se encuentra unificado, es de suponer que preserva los principios y valores básicos que contribuyeron a la transición del autoritarismo y a los avances posteriores de nuestra democracia. Es muy posible que en el partido aún resuenen las palabras del diputado radical Balbino Pedro Zubiri quien, cuando se debatió la ley de defensa, subrayó que la Doctrina de Seguridad Nacional había permitido “que los fusiles apunten para dentro en vez de apuntar hacia afuera”. Si se implantara la Doctrina de Inseguridad Nacional se podría repetir esa historia.
Tercero, es evidente que hay dudas, molestias e incluso cierta resistencia de algunos militares cuando desde la presidencia y el ministerio de Seguridad los quieren convertir en “combatientes del crimen”. Muchos entienden que sin los instrumentos legales correspondientes corren un gran riesgo: cuando se los acuse de violación de derechos humanos y corrupción por su involucramiento contra el narcotráfico y el terrorismo, la dirigencia política muy probablemente mirará para otro lado. Así pagarán el costo de intentar la desarticulación, por ejemplo, del narcotráfico; tarea que está plagada de experiencias fracasadas en América latina. Tampoco es atractivo participar en algunas misiones de Naciones Unidas que en realidad tienen poco que ver con la estabilización y la paz y mucho más con la participación en tareas antiterroristas en naciones atravesadas por enfrentamientos religiosos. Asimismo las fuerzas armadas han podido advertir que los anuncios de ampliación presupuestal y modernización del equipamiento han sido sólo promesas. Tanto en 2016 como en 2017 les recortaron, respectivamente, más de 4000 millones de pesos y ya deben conjeturar que a raíz del acuerdo con el FMI y de la existencia de otra prioridades, vendrá otro recorte. Pero además, los militares más lúcidos y los expertos civiles menos ideologizados reconocen que ante los enormes retos estratégicos que enfrenta la Argentina, es hora de deliberar sobre política de defensa y no apenas sobre política militar.
Y cuarto, es esencial el papel de la sociedad civil que mediante su movilización ha sido un protagonista clave del consenso alcanzado sobre defensa y seguridad. Hay, en la práctica, una comunidad epistémica ad hoc compuesta por ONG, académicos, expertos, personalidades, ex funcionarios, políticos, comunicadores, entre otros, que se mantiene alerta ante potenciales decisiones y medidas que legitimen un rol de las fuerzas armadas por fuera de las misiones ya claramente consagradas y legitimadas.
Este cuadro de factores, sin embargo, implica la existencia dispersa y difusa de una suerte de coalición tácita defensiva que tiene la capacidad y la voluntad de cuestionar, desacreditar y rechazar intentos regresivos y peligrosos en materia de defensa y seguridad. En ese marco se produce un impasse temporal ante los repetidos intentos oficiales de proponer medidas que desvirtúen la legislación vigente y que tampoco logran concretarse.
Ante esta realidad, la intención del gobierno es modificar el decreto 727 de 2006 que reglamentó la ley de defensa. Según dicho decreto el sistema de defensa debe conjurar “situaciones de agresión externa perpetradas por fuerzas armadas de otro Estado, en un todo de acuerdo con lo dispuesto por la Resolución 3314 (1974) de la ONU” y, por lo tanto, “deben rechazarse enfáticamente todas aquellas concepciones que procuran extender y/o ampliar la utilización del instrumento militar hacia funciones totalmente ajenas a la defensa, usualmente conocidas bajo la denominación nuevas amenazas”. Es por ello que desde la cúspide de los ministerios de Defensa y de Seguridad se insiste en que aquella resolución de Naciones Unidas está perimida, al tiempo que el Presidente Macri orienta su discurso hacia las “nuevas amenazas”. Pero en el fondo civiles y militares, dentro y fuera del gobierno, y más allá de sus preferencias políticas, saben que traspasar la frontera entre defensa y seguridad y des-estatizar la noción de agresión abrirá una caja de Pandora de consecuencias inadvertidas para la democracia argentina en momentos de un previsible aumento de la conflictividad social y de la turbulencia global. Un gobierno que afirmó que una de sus tres prioridades sería “unir a los argentinos” puede llevar, desafortunadamente, a desunirnos aún más.
* Profesor plenario de la Universidad Di Tella.