El psicoanalista Gabriel Rolón volvió a los escenarios. Está presentando la obra El lado B del amor, que interpela fuertemente al espectador, a partir de un caso de violencia de género. Dirigida por Carlos Nieto y protagonizada por el propio psicólogo, junto a Alejo García Pintos, Malena Rolón y Cynthia Wila, la pieza parte del momento en que una periodista va a su consultorio a realizarle un reportaje. El protagonista aprovecha para desmitificarse y plantear que no tiene todas las respuestas, que es un hombre falible y con las mismas debilidades que tienen todos. Pero en realidad el reportaje es una excusa para que el licenciado desarrolle su mirada analítica sobre el caso de una joven que sufrió violencia de género. El espectáculo se puede ver los miércoles y jueves a las 20, los viernes y sábados a las 22.15 y los domingos s las 21 en el Teatro Picadero (Enrique Santos Discépolo 1857).
Para Rolón todos los libros pueden funcionar como obras de teatro. “Por supuesto que es mucho más sencillo adaptar mis libros que tienen casos porque uno lo elige y arregla con el director qué movilidad teatral debería tener. En este caso, nosotros tomamos Encuentros (El lado B del amor), que es un ensayo (bastante más difícil), pero nos basamos en tres o cuatro ideas y en un caso basado en un hecho real que estaba en otro libro: Palabras cruzadas”, sostiene Rolón, interpelado por “el tema de la violencia de género, algo que en el último tiempo ha ocupado un lugar importante. Cuando escribí el libro no se hablaba de eso”, explica.
–No estaba instalado el tema...
–No. Y yo salí a hablar del mal amor, de los amores violentos, de por qué no vale la pena quedarse en todas las relaciones, que el amor cuando está mediatizado por el maltrato, por la indiferencia, no vale la pena vivirlo. Yo en ese libro aposté mucho a esas cosas que no estaban instaladas, pero las veía en la clínica, en mi práctica con los pacientes. Los veía sufrir y veía las cosas que aguantaban y creía que algo tenía para decir en aquel momento con respecto al tema. Por eso, el libro es muy provocador, porque fue casi un intento de decir: “Despiértense, está pasando esto, la gente se está quedando en relaciones violentas, está sufriendo, a la gente le están pegando”. El motor de ese libro fue eso. El público se quedó mucho más con los celos y la infidelidad que con todo lo otro que escribí. Este me pareció un buen momento como para decir: “Reforcemos y digamos ahora teatralmente esto que yo había dicho”. Como una manera de aportar algo a la concientización del drama de la violencia de género.
–¿Piensa, entonces, que ahora puede tener otra repercusión la obra?
–Por supuesto. Soy y siempre he sido una persona extremadamente cuidadosa y respetuosa de todos y de todo. Y muchas veces leo cosas y digo: “este párrafo lo sacaría”, porque la cultura te va haciendo tomar conciencia de que algo que antes se decía y no pasaba nada, como una broma o un lugar común, y hoy somos conscientes de que eso no es un chiste. Repito: me pasa a mí que soy un tipo muy cuidadoso con esas cosas, pero aun así leo los casos de mis primeros libros e incluso cosas que de verdad me decían los pacientes, que no las inventé, y hoy las sacaría del libro porque esa paciente, en aquel momento, hace doce años, no estaba concientizada como está ahora.
–¿El lado B del amor es el lado desconocido o el lado oculto del amor?
–El lado oculto. Quise mostrar eso que, a veces, se mantenía puertas para adentro. Antes, la mujer sufría un maltrato en silencio, pero el lado B también tiene que ver con cosas que uno mismo no quiere escuchar. A veces, todo el mundo nos dice: “A vos no te conviene esa relación, estás sufriendo mucho, te hace mal”. Y uno no lo quiere escuchar. Y dice: “Pero yo estoy enamorado” y pone el lado A, como si con eso alcanzara para algo. El amor es una condición necesaria, pero no suficiente para sostener un vínculo. Es como los cuatro lados que son necesarios para que haya un cuadrado, pero que no alcanzan. Si los cuatro lados no son rectos no hay un cuadrado por más que tenga cuatro lados. Si yo tengo el amor, pero no tengo el respeto, no tengo el compañerismo, la tolerancia ni la diferencia, la verdad es que con el amor no hago nada. Todo el tiempo vemos noticias en los diarios de que gente muere porque alguien la amaba. La amaba tanto que cuando lo quiso dejar la ahorcó, le dio 113 puñaladas o lo que fuere. Lo primero que diría del lado B es que con el amor no alcanza. Lo segundo: no todos los amores merecen ser vividos. Cuando uno está en un mal amor, tiene que bajarse, hay que irse, si se quiere hay que soportar la soledad hasta que uno aprenda a amar como corresponde o se enamore de alguien que lo respeta. Y si ese lado B fuera de más de un tema le sumaría como tercera banda: aprender a estar bien solo porque sólo así el amor con alguien tiene sentido. Cuando estás con una persona simplemente porque no sabés estar solo, no estás eligiendo sino reaccionando frente a una necesidad o ante una imposibilidad. La elección que vale la pena es cuando te elige para amarte alguien que sin vos está bien igual. Ahí es una elección sana que no está mediatizada por la necesidad sino por el deseo.
–¿Cuándo un amor sano empieza a ser patológico?
–En la obra lo marcamos bien. Hay una parte en que yo le digo al personaje que hace Cynthia que todo empieza con pequeños detalles, que la violencia no empieza con un hombre que le presentan, le dice “Mucho gusto” y le pega una cachetada. Son detalles. Aparece un grito, la trata de tarada o de estúpida y ella lo deja pasar porque “está enojado, no pasa nada”. Empiezan los insultos, los gestos, el revolear algo, el “Mejor salí de mi vista” y él le pega a la mesa. Es como un avance de los momentos, una progresión de la violencia, a la que hay que estar muy atento. Creo que toda persona, hombre o mujer, cuando su pareja le pega un grito tiene que decir: “Hasta acá. Si me volvés a gritar no hablamos más. Se terminó”. Lo tenemos tan naturalizado que uno dice: “No te vas a pelear por un grito, por una puteada”. Sí, claro que sí, porque nadie tiene derecho a faltarte el respeto. Uno puede estar acalorado, pero dentro de los límites del respeto y de la corrección.
–Eso no significa que el amor no duela, ¿no? Hay amores que duelen y no necesariamente son patológicos.
–El amor siempre duele. El dolor es algo inseparable del amor porque cuando uno está enamorado es un ser en riesgo. Todo el tiempo, el enamorado corre el riesgo de que suene su teléfono y que aparezca el mensaje: “Hoy cuando vuelvas tenemos que hablar”. Y ya le arruinó el día, no importa lo que esté haciendo. Lo angustió, se preguntará:
“¿Qué hice? ¿Qué pasó?”. Por ahí, es la nada misma o por ahí es algo serio. Pero siempre está vigente la posibilidad de perder lo que se ama porque existe la muerte, el olvido, el desamor y porque existe el deseo. Entonces, todas esas cosas hacen que aquello que amás y querés lo puedas perder. Siempre estás un poco amenazado: si discutís con tu pareja, aunque lo hagas en buenos términos, duele. Que se enoje, duele. Que alguien te deje de amar duele muchísimo. El desamor es lo más parecido a la muerte que conozco. Es tremendo. Sin embargo, hay que sobreponerse, pero si no querés correr el riesgo del dolor te tenés que quedar solo ya no por elección sino por miedo. Podés decir: “A mí ninguna mujer me va a volver a lastimar” o “Ningún hombre me a volver a lastimar”. Bueno, entonces, quedate solo/a porque la garantía de que no te van a dañar nunca no te la pueden firmar.
–Muchos creen que el amor es un punto de partida. ¿Por qué usted cree que es un punto de llegada?
–Me preocupa que piensen que el amor es un punto de partida y que digan: “Conocí a alguien y me enamoré”. Eso me parece un error. El punto de partida es el deseo o el enamoramiento, pero tiempo te va a desilusionar sí o sí porque, en algún momento, esa persona que cuando la conociste era perfecta por donde la miraras, va a mostrar sus falencias. La perfección no existe y vos le vas a mostrar tus falencias al otro. Ahí, es donde uno dice: “No me gustó más” o donde uno arranca también con el desafío de construir un vínculo en la aceptación de las diferencias, en el ayudarse a modificar lo que no le gusta mientras sea posible, en aceptar lo que el otro no puede modificar siempre y cuando no lastime.
–¿Qué relación tiene para usted el teatro con el diván?
–Si tomamos el diván como una metáfora del psicoanálisis, el teatro me ha permitido difundir el psicoanálisis. Yo sigo haciendo una difusión del psicoanálisis. Claramente, quien viene a ver una de las obras que yo hago sabe que se va a encontrar con una historia que tiene que ver con el psicoanálisis, ya sea Entrevista abierta, El amor y las pasiones, Historias de diván, El lado B del amor. Todas las obras estuvieron atravesadas por mi deseo de difundir el psicoanálisis. En ese sentido, el diván está siempre. En cada lugar donde yo me planto a hablar el diván está en el medio. Siempre trato de volcar mi mirada como analista y de correrme de cuestiones puramente personales porque eso ya no es un pensamiento sino una opinión. Y ya estamos tan llenos de opiniones sin sustento que prefiero autoexcluirme de la opinión e invitarme a hacer el esfuerzo de pensar. Ahora, mis obras no tienen nada de curativo. Nadie se va más sano (risas).
–¿Cómo trabaja un psicoanalista las máscaras que requiere la actuación?
–Yo terminé la secundaria y al otro día me fui a anotar al Instituto Nacional de Arte Dramático. Quería ser actor. Y de chico quería ser músico. Desde los seis años. Lo mío pasa por esos lugares. Después, cuando ya decidí que no había posibilidad de transitar ese territorio con éxito como para poder garantizarme la vida estudié la carrera y una vez que estaba recibido, apareció Dolina, me invitó a la radio, no porque era analista sino porque era músico. Por ese lado, recuperé la actuación y la improvisación, pero el cuerpo sobre un escenario es distinto. Y ahí mi gran amigo Carlos Nieto, director de todas mis obras. El tiene muchísimo que ver con que yo me haya ido relajando. En mi primera obra, donde yo daba solamente una charla ante preguntas del público, no le dejé que me sacara el micrófono con cable, ni siquiera inalámbrico. Y él me llevó en este proceso de todos estos años a que diga: “Bueno, dame un inalámbrico”, porque me permitía dar dos o tres pasos. Le debo todas las posibilidades actorales mínimas que todavía tengo.
–¿Y estar en el escenario es jugar a ser otro siendo usted mismo?
–Sí, claro. Por empezar es una manera de jugar, que es maravillosa. Es divino subirte un rato y por dos horas no ser vos mismo. Es una sensación que la mayoría de la gente no tiene. Cuando le hablaban de reencarnar o de la inmortalidad, Borges decía: “Nada peor me puede pasar que ser eternamente Jorge Luis Borges”. Y yo comparto esa opinión porque hay un momento en el que es hermoso dejar de ser quien uno es por un rato. Por eso, los muchachones de mi edad tienen sus amigos y todos los jueves se van a jugar al fútbol: se pelean, se empujan, salen enojados. Por un rato, son chicos. Jugar es indispensable para caer en un estado de estrés inmanejable.