“El dilema es que si eres débil, tu país se ve abrumado por gente. Si eres fuerte, no tienes corazón. Quizá prefiero ser fuerte.” Lo dijo Donald Trump (El País, 21/6) para explicar el desgano con el que esta semana firmó la interrupción de la extrema política antiinmigratoria que estaba llevando a cabo desde abril, separando a los niños y bebés inmigrantes de sus padres, y confinándolos a cárceles especiales. Entre otras cosas horribles, los norteamericanos lo votaron para eso, porque fue lo que prometió en campaña. Pero Trump tuvo que ceder ahora que trascendieron las imágenes de los niños encarcelados o tirándoles los brazos a sus padres, de los que estaban siendo arrancados, porque hay algo abstracto que se llama “niño” que todavía no ha sido perforado en el discurso público por la bestialidad de la derecha. Las imágenes publicadas resultaron tan horrorosas que hasta su esposa Melania aprovechó para dejar caer un lamento maternal en una visita a los niños. Aunque es probable que lo definitorio haya sido la foto de portada de Time, una foto montada: el presidente mirando desde toda su altura a un niño sucio que llora desencajado.
Se vieron muchas fotos. Niños que todavía no saben hablar tapados con mantas plateadas en colchones repartidos por el piso, en un Disney al revés, un mini Guantánamo para guardar a los rehenes que se reserva el Estado norteamericano para hacer desistir a los que escapan de México, Brasil, Guatemala, Honduras.
Niños. Decían que los comunistas se comían a los chicos crudos, decían que tal o cual dictadorcillo no respetaba la vida de los niños. Niños. En l960, más de catorce mil (14.000) niños cubanos fueron separados de sus padres por una operación de inteligencia de la CIA, que le hizo creer a la entonces aterrorizada clase media cubana, que el gobierno revolucionario tenía en sus planes mandar a esos niños a los Gulags. Eso jamás lo tuvo nadie en sus planes. Pero los burgueses cubanos creyeron en las mentiras que llegaban desde Estados Unidos y catorce mil de ellos se desprendieron de sus hijos, los subieron a aviones norteamericanos para “salvarlos”, y esos miles de cubanitos desorientados fueron a parar en adopción con familias norteamericanas. Hubo muchos casos de abuso. La operación se llamó Peter Pan.
Niños. Niños palestinos. Niños sirios. Niños afganos. Niños iraníes. Niños iraquíes. Niños de Eritrea. Indocumentados, sin padres, sin médico, sin hogar, sin comida, sin Estado. Esta peste de mundo los ve nacer para morir. La vida de esos niños no está contemplada. Esta peste de mundo está manejada por gente que no se siente en la obligación moral de dejar que vivan. Esta peste de mundo se llena la boca con la vida, pero siempre habla de su propia vida y de las vidas parecidas. Aquello otro, ese agujero de dolor en el que gritan desesperados madres, padres, niños, ancianos, bajo bombas, bajo hambrunas, bajo crisis que los desmantelan, no es de la incumbencia de esta peste de mundo. No hay ética en su punto de vista. No establecen relación alguna entre la idea de un niño y un niño. Cantan villancicos navideños postrados ante la idea del niño, pero millones de niños reales a los que esta peste de mundo quita toda oportunidad de vida digna no importan. Ni a esa primera dama que pidió un poco de “corazón”. Si te importa el “corazón” no te casás con Trump.
Pocas definiciones de la fuerza masculina, asociada a la fuerza “natural” del poder, son tan claras como la que dio Trump en su explicación sobre su decisión de detener la cacería de niños inmigrantes. Desde abril hasta ahora ha separado a 2300 hijos de sus padres y madres. Eso es lo que considera “fuerza”. Porque “si te ven débil”, dice, la gente te abruma. Esto es: los habitantes de los países en los que el propio Estados Unidos hace la vida invivible, buscan un lugar para vivir. Dijo hace un mes: “No echamos gente, echamos animales”. Esta definición de fuerza es totalmente caprichosa además de excecrable, pero sobre todo es antagónica a otra acepción de fuerza, antagónica, que no proviene de la autodefensa sino de la solidaridad. Son esos dos paradigmas que también chocan: la fuerza como opresión, o la fuerza por empatía. Uno creería que el principio político central que debe unir a las víctimas de esta peste del mundo, está basado en la empatía. Los que sufren deben verse como sufrientes, y vencer. Lo demás queda todo por delante. Eso sería una acción de fuerza popular.
La historia demuestra que sólo los pueblos fuertes pueden ser hospitalarios. Que son los débiles los que le tienen miedo a aquello que les puedan arrebatar los extranjeros. Que en los países en los que ha habido grandes oleadas inmigratorias, como el nuestro, las culturas se fusionan para generar nuevos códigos éticos y estéticos, en paz. Para Trump y el concepto de fuerza que representa, y que es un elixir del nuevo modelo sociópata que ataca al mundo, a esta peste de mundo, tener “corazón”, como quiere la boba de su esposa –lo dice él gestualmente a cada rato–, tener sensibilidad, tener piedad, tener límites, son signos de debilidad.
En ese equívoco siniestro sobre la idea de la fuerza y la idea de la debilidad se debate hoy este mundo. Trump es la síntesis de aquello a lo que nos oponemos.