Carl Theodor Dreyer consagró la pasión, Robert Bresson diseccionó el proceso. Por encima de todas las versiones que se han filmado sobre la figura de Juana de Arco, esas dos miradas opuestas y complementarias sellaron el mito del final, el de la hoguera y la santidad. La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer fijó para siempre el rostro sufriente de la Falconetti, su expresión descarnada en primer plano mirando a sus infames verdugos; en El proceso de Juana de Arco (1962), el juicio filmado por Bresson exhibió las cadenas como la fría representación del poder inhumano de una ley injusta. El calvario final de Juana, concentrado en las lágrimas y los contrapicados inmortalizados por Dreyer, o en la silueta cabizbaja de Florence Carrez caminando hacia la pira desnuda de la puesta de Bresson, fue el corazón de la historia de la santa. Demasiado joven para el calvario de una adulta, demasiado grande para un cuerpo reducido a cenizas.
Nadie mejor que Bruno Dumont para desacralizar aquella mártir medieval y heroína del mito que forjó el cine. Nada mejor que su irreverencia formal en esta aproximación delirante y arrebatada sobre la infancia y adolescencia de una Juana de Arco pastoral y cantante, mezcla de ninfa y hechicera al ritmo del más furioso heavy metal. Jeannette, la infancia de Juana de Arco sigue los pasos de la pequeña Juana en su recorrido ecléctico por la campiña, en sus rezos teñidos de visiones místicas, en su deseo temprano de sumergirse en el campo de batalla. Si Bresson fundamentó su historia en un seguimiento documental de las actas del proceso de la doncella de Orlénas, Dumont se inspiró en la ardiente obra del católico Charles Péguy, El misterio de la caridad de Juana de Arco (1910), emblema del tiempo místico de su conversión, impregnada de un aura de extraño misterio. El director combina el aparente origen de la santidad y el enigma sobre las visiones divinas con la música experimental de Gautier Serre (conocido como Igorrr) y el sonido envolvente de las estridentes guitarras, marco imprescindible de su relato y principal sostén del uso de las claves del musical como artificio para acercarse a la Historia.
Extravagante cruce entre la tradición operística del musical europeo y la comedia más extrañada que pueda imaginarse, el tono de Jeannette, la infancia de Juana de Arco se aleja de cualquier biopic, por más audaz que pueda pensarse, y elige ese tiempo de la infancia para asumir la contradicción entre la verdad y el mito desde la óptica de los cuentos de hadas. “El musical funciona como el humor burlesco de la película: elige un camino que es paralelo a la psicología y al naturalismo, y que permite la transfiguración de lo real. En un musical los personajes cantan para expresar sus sentimientos; hablan de la realidad pero no a través de los caminos de la realidad, no a través de los diálogos o del realismo psicológico, sino a través de las canciones”, cuenta Dumont en una extensa entrevista con el sitio canadiense Seventh Row.
Casi evocando los escenarios teatrales de los primeros musicales de opereta filmados desde el proscenio, Dumont concibe los fondos naturales de la campiña y las montañas como espacios abstractos, en los que las mínimas acciones dejan el protagonismo a la lírica. No hay voces perfectas ni música clásica; el uso estridente del folk metalero y las coreografías de Philippe Decouflé y Clémence Galliard sostienen los elementos del género por encima de cualquier carnadura real y así aspiran a despertar en el espectador la conciencia de que la historia de Juana, desde el bosque hasta el cadalso, le pertenece al territorio de la fábula. “Al combinar el texto de un autor bastante sofisticado como Peguy con heavy metal, cantantes amateurs y niñas pequeñas, quería crear una fusión a partir de ingredientes dispares que le otorgara a la historia un tono más animado”. El sutil surrealismo que propone la mirada de Dumont permite abordar cualquier trazo de tragedia con una impronta distanciada que no le quita peso sino sentimentalismo.
Pese a los ecos que puedan percibirse de las radicales apuestas de Straub-Huillet, Dumont no pierde de vista el andamiaje de la ficción como modo de acercamiento a aquel sentimiento que late debajo de la superficie de su película. Dos monjas gemelas aparecen en una danza geométrica para ofrecer a nuestra solitaria heroína unos centavos que mitiguen su pobreza, frases de un nacionalismo ambiguo presiden la defensa de Francia frente a la amenaza inglesa, tres santos que levitan condensan la incendiaria fe de Juana en su íntima comunicación con lo divino. Cada uno de estos momentos, etéreos y divertidos, combinan la fascinación por los rostros que Dumont ya había manifestado en Hadewijch (2009) y P’tit Quinquin (2014) con una entrada más profunda en el absurdo. Desarticular cualquier atisbo de solemnidad parece ser el antídoto que elige el director para evitar convertir a sus películas en cuentos morales. “En una sociedad como la francesa que se encuentra tan asfixiada por tener los principios y la mentalidad correcta, me interesa adentrarme en zonas grises, un poco por fuera de ese mandato moral”.
A medida que su historia se acerca a la inminente tragedia de Juana, el juego de Dumont se torna más elíptico y audaz. Por un lado, acentúa la extravagancia del gesto irónico al ofrecer un personaje como el tío, especie de bufón medieval que no sabe subirse a un caballo y escapa de la guerra; y por el otro, preserva el fervor del texto original en clave poética, desplazando el sustrato religioso –clave en las versiones de Dreyer y Bresson– al territorio artístico. “Cuando abordo la religión en mis películas, hago un esfuerzo por devolvérsela a la poesía. No soy una persona religiosa pero creo que el poder de la religión radica en la poesía. Me gusta ver ángeles en los árboles, gente volando, porque creo que esa es la verdadera realidad poética de las cosas, y no creo que necesariamente le pertenezca a la religión. En cierto modo, la religión nos robó la poesía. En el cine puedo creer en Dios sin ningún problema. Pero cuando me voy se acabó. Es muy especial como fenómeno espiritual y estoy convencido que nuestra vida espiritual puede florecer en las artes y en el cine”.