Una de las cosas que más tarde en abandonar cuando me fui de Luis Guillón a vivir a San Telmo fue el cambiar de peluquero. Es más, creo que viene de familia, porque mi hermana Carla todavía sigue subiéndose al Roca para ir a visitar a Nella, su peluquera de toda la vida. En mi lista de valores que aprendí en la vida uno de los primeros es que el peluquero familiar que uno hereda tiene casi el mismo valor que los colores que te acompañarán por el resto de tu vida. O no tanto. Porque un día, con la excusa del poco tiempo y el problema del viaje hasta la peluquería de “Peluca” (el peluquero de mi familia), decidí empezar a probar otro peluquero. Y caí en muchos hasta llegar al actual, al que no nombro porque no tiene el mismo simbolismo que Roberto. Tanta fue la culpa que sentí que de tanto en tanto vuelvo para hablar un poco de fútbol y de la vida. Es que ahí, en esa peluquería que siempre estuvo en la calle Madariaga, empecé a leer mis primeras revistas El Gráfico, que mis viejos no me podían comprar.
Antes de un viaje largo uno espera hasta lo último para cortarse el pelo, o por lo menos eso hago yo, para no necesitar “confiarle” tu cabeza a un desconocido. Pero en este viaje se sabía que sería imposible. La preparación Argentina en Barcelona y estas dos semanas en suelo ruso suman 24 días fuera del país. Tiempo suficiente para necesitar un corte de pelo y un arreglo de barba. A nadie le importa lo que yo haga con mi cabeza, y con mi look, eso está claro. Pero esta crónica de lo único que va a contar es de lo difícil que se me hizo encontrar una peluquería que esté dentro de mis posibilidades económicas y que reúna las tres B (buena, bonita y barata). El viernes, con la amargura del 0-3 todavía latente nos dedicamos con Seba, mi amigo y compañero de viaje, a buscar peluquerías por la zona de Arbat. Una coqueta zona que tiene mucho de Las Cañitas, si buscamos compararla con un barrio porteño.
Entramos a una peluquería que está en la calle Noviy Arbat, su avenida principal, y tuvimos que repetir la escena del abuelo Simpson cuando entra a la casa de Burlesque y se encuentra con su nieto Bart en la recepción entrada. Es que nos querían cobrar la módica suma de 2400 rublos (40 dólares) solamente por el corte de pelo. Si queríamos retocar la poca barba que tenemos nos aumentaban unos 1200 rublos más (20 dólares). Imposible, si tenemos en cuenta que una comida en un lugar decente de Moscú sale la mitad que eso. Seguimos con la búsqueda con nuestro inseparable amigo Google Maps y descartamos unas cuatro peluquerías más por lo mismo. Tenía dos de las tres “B” que buscábamos de entrada, pero la del “barato” no se cumplía nunca.
Nos fuimos enojados a dormir porque pensamos que habíamos perdido la batalla. Otra más. Así que el sábado, ya olvidándonos de esa tarea, salimos a buscar una lavandería. Otra cosa difícil de conseguir en El Barrio. Una bolsa de ropa sucia nos salía casi 6000 rublos. Casi 100 dólares. “Casi que nos conviene comprar ropa nueva”, dijo Seba, ofuscado. Volvimos a fracasar. Pero yendo a intentar conseguir el milagro de alguna lavandería más accesible nos metimos en una cortada y un cartel que no creo que se nos vaya de la mente fácilmente. Rojo, con letras blancas, puerta abierta y escaleras que te conducían a un sótano. Bajamos con el miedo típico a lo desconocido. Encontramos una puerta y un mostrador de recepción vacío. Lógicamente una lavandería no era… Pero, sorprendentemente nos encontramos con un señor sentado con cara de pocos amigos en una silla de barbero. Era una peluquería. Que encima cumplía con las tres B. Pelo y barba por solo 350 rublos (seis dólares). Más barato que en Buenos Aires. Casi la mitad.
El hombre en cuestión no sabía, ni quería saber, decir una palabra en inglés. ¿Cómo hacíamos para decirle que corte nos queríamos hacer? Ahí me di cuenta que nadie se saca una foto de su cabeza para ver la totalidad del corte. Así que sin mediar palabras, y solo con gestos, le mostré una foto más o menos decente que tenía de mi último corte para que intente imitar lo que veía. Asintió sin ninguna gracia, ni ningún gesto. Quisimos romper el hielo y le preguntamos su nombre en ruso (algo de lo que aprendimos en las pocas clases que alcanzamos a tomar). Ni eso nos dijo. Lo escribió. Agarró el papel que tenía en la recepción y puso Jaha. No nos habló más. Ni intentó ser simpático. Lo único que tuve que decirle, después de que había dado por terminado el corte tras solo un par de ‘intervenciones’. “Me está robando la plata”, pensé antes de explicarle que lo quería más corto. No le cayó muy bien pero después lo hizo sin problemas. Con la barba solo atiné a decirle que la rebaje. Nuestro amigo Jaha cumplió. Pero yo sigo sintiendo que estoy traicionando a Peluca…