El cuerpo como territorio político. Y, especialmente, el cuerpo femenino. Esta es la premisa que dispara la dramaturgia de Claudia Quiroga, quien desde 2007 recorre el país brindando asistencias técnicas y desde 2012 trabaja con una metodología muy particular. Es convocada por grupos de actores y actrices que le cuentan sus historias de violencias. Y, desde la memoria de esos cuerpos, ella elabora textos que concluyen siempre en una liberación. Sin reproducir la violencia, lo social es narrado en amalgama con lo poético. Rosa del desierto (funda/mental ediciones), primer libro de la artivista, compila tres textos en fuerte sintonía con esta época; tres obras ya estrenadas sobre violencia obstétrica, abuso infantil y la urgencia de que las mujeres se reencuentren consigo mismas.

A los 21 años, Quiroga –que era triatleta y llegó a jugar voley en Primera– tuvo que elegir entre el deporte y el teatro. Quizá este dato explique por qué el cuerpo está en el centro de la escena, aun cuando de escritura se trate. Del suyo nació el relato que da título al libro. Un viaje en avión la había dejado sorda de un oído. Recién se había separado del padre de sus hijos. En esas condiciones decidió hacer un seminario con Román Podolsky. “De las tripas”, dice, surgió “Rosa del desierto”, su versión de “Antígona”, en la que la protagonista es una niña aterrada que atraviesa la noche para ir al encuentro de su hermana. En realidad, es una metáfora del reencuentro consigo misma. Con sus propios deseos y su voz.

Otra experiencia personal nutrió a este relato: la participación en un ritual chamánico en el que Quiroga conoció a la Rosa de Jericó, una planta que vive seca, encapullada durante mucho tiempo, y que va hacia donde el viento la lleve hasta que encuentra un lugar húmedo. Entonces hunde sus raíces y se abre, volviendo a florecer. O “floreSer”, como prefiere la autora. “En mi dramaturgia, más que una historia, hay un hilo que está basado en sueños y metáforas, y que da luz al inconsciente colectivo de las mujeres que viene tan oprimido durante tanto tiempo”,  define Quiroga, haciendo suyas palabras de Philippe Genty. 

La obra que sigue es “Agosto en la piel”, resultado de un proyecto de investigación sobre violencia obstétrica que la directora encaró en 2013 junto al Grupo Teatral Magdalenas Estación Junín. Las integrantes del elenco compartieron sus propias experiencias, a las que se añadieron historias clínicas halladas en una clínica abandonada. En 2016, la autora fue convocada por el Grupo Teatral Las Enaguas, también de Junín, para investigar una nueva dramaturgia sobre abuso infantil. “Hambre de higos” fue creada en base a entrevistas, visitas al matadero de la ciudad y ejercicios escénicos.

La actriz oriunda de Ramos Mejía se define como “artivista”. No sólo porque esta palabra reúne todos sus “oficios y pasiones” –también se aboca a la fotografía, la escritura de poesía y el dibujo–, sino porque además es cofundadora de la asociación civil Mujeres de Artes Tomar (MAT), que promueve talleres y acciones artísticas “para el empoderamiento de mujeres  y feminidades”. Es un espacio que coordina con Sandra Posadino, su compañera también en el grupo Las Chicas de Blanco. “Ninguna de mis herramientas o intervenciones está escindida del trabajo en las calles, del empoderamiento en barrios periféricos, con grupos de mujeres de toda índole, donde hemos decidido que el arte sea la herramienta de transformación”, dice la dramaturga. Justo cuando las mujeres exigen masivamente el derecho a decidir sobre sus cuerpos, Quiroga publica este libro de color verde con prólogos de Lola Proaño Gómez y Carlos Fos. “Haciendo corpóreas aquellas historias que estaban ocultas”, como dijo la directora Mariela Asensio en la presentación de Rosa del desierto.

–¿Por qué eligió, de toda su producción, estas tres obras?

–Hay textos que surgen de sentar la cola y escribir. Estos vienen de la experiencia de compartir testimonios con actrices y actores que vienen atravesando problemáticas, que querían trabajar sobre temas de género y no encontraban con quien referirse para encontrar esa dramaturgia. O había obras ya escritas pero no se sentían dichos por ellas. Cuando empiezo a recorrer el país a través del Instituto Nacional del Teatro haciendo capacitaciones y asistencias, se ven de alguna manera curiosos a esta metodología: el cuerpo que habla y que viene a traer el tema.

–En Rosa del desierto es su cuerpo el que habla.

–De todas las versiones que había leído de “Antígona”, nunca había encontrado a esa niña que ella era. Me pregunté si antes de ir a enterrar a su hermano se había encontrado con el miedo. Las mujeres muchas veces atravesamos el miedo. En la mayoría de las versiones que hay esto no estaba descripto. Me puse a pensar desde mi cuerpo. Qué me pasa a mí, en mis noches, cuando estoy atravesando esos desiertos, que pueden ser el divorcio, la desocupación, la falta de deseo. Siempre atravesamos alguna noche. Especialmente las mujeres, tenemos la posibilidad de atravesar muchas noches y desiertos. Cuando conocí en un retiro a la Rosa de Jericó, descubrí que era una metáfora hermosa para hablar de lo que nos pasa a las mujeres. Y cuando volví al texto me di cuenta de que esa Antígona no busca a su hermano, sino a su hermana y que, en ese buscar, se busca a ella misma. Para su reexistencia, como dice la antropóloga Rita Segato.

–¿Cómo fue aquel retiro?

–Fueron cuatro días con rituales ligados a la luna, y a nuestra luna como ciclo menstrual. Me di cuenta de que no estaba menstruando porque estaba con un DIU puesto que no me traía sangrado. Todas mis compañeras se habían ido con su sangre para darla como ofrenda a la luna. Y yo no tenía la mía... Fue duro darme cuenta de eso. Y llegué a una conclusión durísima. Que no me bombeaba el corazón. Que había cerrado algo de mis sentimientos en esa sequía. Esa rosa tenía que volver a humedecerse. Me hice sacar el DIU y volví a encontrarme con mi sangre. Fueron las últimas menstruaciones antes de entrar a mi “plenipausia”, como me gusta decir. Fue volver a humedecerme; sentir que esta flor que era yo volvía a renacer. Volvía a encontrarme conmigo sin tener la necesidad imperiosa de estar con otro para ser. 

–¿Cuándo empieza a pensar su dramaturgia en términos de género?

–Puedo nombrarme como feminista a partir de haber cursado la Diplomatura en Género, Políticas y Participación en la Universidad Nacional de General Sarmiento, en 2014. El mío es un feminismo popular. Mi teatro es popular, social y político. Porque cambia a las personas que están haciéndolo y a quienes vienen a vernos. Me siento casi una periodista, porque el mío es un teatro documental, testimonial. Es un procedimiento para llevar adelante un producto artístico, donde hay un valor y un mensaje que transmitir, pero al mismo tiempo actores y actrices se entregan a un proceso de sanación. Son temas muy difíciles de abordar, de una intimidad y confesión muy grandes. Y no quedan en escena para volver a martirizarnos, sino para transformarnos. Tienen un escape, una salida metafórica donde la palabra se transforma y empieza a esperanzar un camino posible.