Nos levantamos del banco y caminamos y hablamos de qué pensaría hoy Van Gogh viendo este desorden de autos y callejas sin un espacio disponible para la contemplación. Y de los filósofos de antaño, y las comidas golosas, y las orgías griegas donde el vino se mezclaba con agua en fuentones de estaño repletos. Les cambiábamos la vida a todos, su inevitable futuro, nos regocijábamos con el nuestro incierto, con las plantas que veíamos pasar resplandecientes, con necesidad de agua algunas, la gente que comete esos olvidos imperdonables, todo lo diminuto se hacía grande, se tornaba en una discusión sin treguas que en algún momento sabíamos que caería en el mismo lugar desde donde nosotros habíamos partido.
-‑Uno debería retener imágenes y hacerlas eternas, ¿no te parece?
-‑¿Estás bien?
-‑Sí. Sabés lo que me gusta de vos, que entendés lo que me pasa. Así.
-‑Ahora no te entiendo.
-‑Sí, estoy bien, un poco nostálgico, pero estoy bien.
-‑Bueno, cuando quieras hablar, aquí está Norma.
-‑No seas vieja usando ese tono casi burlón...
-‑Era vieja, o lo parecía. ¿Era vieja?
-‑No, equivocada: era un travesti.
-‑Ah, qué bien, vamos progresando. ¿Y cómo se llamaba?
-‑Mónica. Creo que se llamaba Mónica.
-‑No sabés el nombre. Retiro lo dicho.
-‑Nunca había estado con un travesti.
-‑¿Y qué es lo que te tiene mal, "raro", si puede saberse?
-‑No sé. Nada en particular. Fue como si no hubiese estado con nadie.
-‑Bueno, imagino que no querrás escuchar mis críticas o sugerencias, porque ya las conocés, pero lo que te voy a decir es lo siguiente...
-‑Mi consejera...
-‑Entre paréntesis, ¿okey? Dejá de probarte. Nunca se obtiene nada bueno de las pruebas que le podemos hacer a nuestro espíritu. ¿Okey?
-‑Sí, mami consejera.
-‑Por qué no te vas un poquito a le merde, hijito del alma.
Había un bar en una esquina de esa ciudad turbulenta que se veía perfecto para sentarse un rato y descansar las piernas de la larga caminata. Un café, algunas media lunas, tenía hambre. Norma no. Prefería tomarse una gaseosa bien fresca. Es increíble. Nunca comía, o cuando lo hacía eran sándwiches pequeñísimos, sin nada de sal, todo a su bendita medida, claro.
-‑¿Nos sentamos en esta mesa?
-‑No, vamos a esta que tiene mejor paisaje.
Estuvimos un buen rato en silencio. Lo disfrutábamos. Nos entendíamos sin que fuera necesario que yo le diga un sí ni un no de nada. A veces teníamos discusiones, de esas que suelen ponernos los pelos de punta, pero éramos amigos de alma y con el alma nos callábamos cuando el otro necesitaba nuestro silencio. Y ese silencio era majestuoso.
-‑I'm broke but I'm happy... I'm poor but I'm kind. Se me terminaron, convidáme uno, please...
Buscó fuego pero yo ya estaba sacando mi encendedor.
-‑He doesn't play for the money he wins... Prefiero Sting.
-‑Yo también. En mi casa. Aunque acá no estaría nada mal.
-‑Por supuesto. Pero tenés razón: demasiado ruido para apreciarlo.
Busqué el New York Times que se encontraba en una mesa alejada. Los titulares describían hechos. Cotidianos e internacionales. Se cumplía un año del atentado a las torres gemelas. La gente estaba impaciente y temerosa. Sin embargo, nadie discutía de política internacional, los hechos caían por un peso que los dejaba inmóviles e irreconocibles. Nadie criticaba nada.
-‑Es una sociedad extraña. Me cuesta aceptarla, pero la entiendo.
-‑¿Y entonces?
-‑Escuchá: no hace mucho leí una historia en un diario que me parece ideal para ilustrar lo que pienso.
-‑Te escucho.
-‑Había muchas personas, entre ellas franceses, en un bar cerquita acá a la vuelta, y a los franceses se les dio por cantar la Marsellesa. Nadie dijo nada, todos lo tomaron bien, sin molestarse, menos un hombre que saltó de su asiento hecho un demonio cantando el himno nacional. El ambiente, lógicamente, se puso denso, pero a alguien se le ocurrió algo que superó a todas las melodías que allí se estaban interpretando: cantó New York, New York, y la imagen de Frank hizo lo que faltaba. ¿Entendés?
-‑Bueno, para qué seguir explicando.
-‑¿Estás enojada?
-‑No.
-‑Estás enojada.
-‑No, ya se me fue. Además, esa palabra no es la adecuada, es una más simple: molestia, y no sigamos hablando de este tema.
-‑Okey.
-‑Tengo que decirte algo importante.
-‑¿Ahora?
-‑Sí, es muy importante.
La miré con otro rostro. Nunca había escuchado ese tono. No era de preocupación, era más bien de resignación. No lo sé, no quise anticipar ni proyectar mis temores.
-‑Tengo cáncer.
La miré, pensé muchas cosas, escogí las preguntas.
-‑¿Y quién dijo eso? ¿Qué te dijo el médico? Vamos a consultarlo con otro clínico. Yo conozco profesionales que son buenísimos.
-‑Tranquilizáte. Ya lo hice.
--¡Norma, vos me decís que me tranquilice! Volvamos a Argentina.
-‑No, dejáme que quiero estar sentada acá, leyendo...
Lloramos, mucho. Sus lágrimas me lastimaban. Me acordé de un tango de Discépolo, lo borré, no sabía qué hacer y ella me había dicho que me tranquilizara. No sé, nada tenía un sentido que pudiera comprender.
-‑Okey, okey. Leéme el horóscopo de hoy.
-‑A ver, a ver? ¡Mirá lo que salió!
-‑¿No, no me digás?
-‑¡Un viaje! Sí, sí, de lo contrario no hubiera utilizado la palabra beneficios. ¿No te parece?
-‑Puede ser, puede ser, pero lo hacemos juntos.
-‑Vos te vas a tener que pagar la estadía.
-‑Tengo algunos ahorros, chiquitos, pero llego. ¿Qué te parece Grecia?
-‑Sí, una idea maravillosa, pero ya la conozco.
-‑Ah, nunca me contaste. Ya, ya me imagino. El horóscopo tenía razón.
Hablamos del amor platónico, de lo que había dicho Tiresias y de lo que le había costado decirlo, de todo, de ella y de las cosas que yo quería hacer con mi vida, de las cosas que haríamos en estos quince días, de la redundancia, la repetición o el mito del eterno retorno de Nietzsche, de los filósofos que más admiraba yo, Descartes, Condillac ("sí, de los juicios inmediatos, de donde partía tu crítica existencialista"), Hume, de la pintura romántica, de los techos góticos, de los cordones y las calles de nuestra ciudad ("amo el gris de las calles, el color azul noche"), hablamos hasta el momento en que un hombre morrudo, de pelo a medio camino entre largo y muy largo nos preguntó si podíamos sacarle una fotografía junto a su familia. Fue de improviso, chocante, pero la propuesta era inapelable. Me levanté de la silla y le dije a Norma que volvía en unos segundos. ("Ella se ríe, yo también"). El hombre quería que el cuadro fuera holgado dado que el número de su familia superaba los cuatro tradicionales. Voy a hacer el intento, le dije, y me dispuse a enfocar la cámara con zoom incluido. Cuando regresé a la mesa pensando en la cara de ese hombre la vi vacía. Norma no estaba y yo ya estaba buscándola por toda la avenida. Lo llamé al mozo y le pregunté qué había pasado con la persona sentada en la tercera mesa de la derecha, casi llegando a la quinta avenida. Miré sus ojos furtivos y Norma estaba ahí, saliendo del bar con una sonrisa tenue que la hacía más hermosa que siempre. Me miró a los ojos. Luego me abrazó y me dijo mientras caminábamos hacia la mesa de plástico blanco con patas de madera que yo era un tango, pero no un tango cualquiera, sino uno muy especial, uno en donde la redundancia parece hacernos decir y reír porque simplemente, allí mismo, nos sentimos cursi.
-‑¿Sabés cuál es ese tango? -me preguntó.
-‑No -le dije casi llorando, con esas lágrimas de película porque no sabemos si contenerlas o llorar a moco tendido.
-‑Naranjo en flor: "era más blanda que el agua, que, el agua blanda..." ¿Y sabés qué decía el Polaco?
-‑Sí, ya sé: que vos sos un cubito, dulce, suave, refrescante, y que yo soy un pájaro sin luz.