Todos los que vinimos hasta acá sabíamos que Argentina jugaba en un estadio precioso a orillas del Mar Báltico, que en la “noche blanca” el sol no termina de ocultarse nunca, que el Hermitage es uno de los museos más grandes y cautivantes del planeta, que los puentes del río Neva se abren durante la noche y pueden jugarte una mala pasada al intentar cruzar, que esta ciudad fue fundada por Pedro el Grande, que es la “Venecia del Norte” y mil datos más. Todos los que vinimos hasta acá sabíamos todo eso pero mirábamos la vida sin mirarla porque hace días que nuestros ojos se posaban en las maravillas arquitectónicas y naturales con un dejo de inexpresividad, con un tono grisáceo, abúlico e indolente. Todos los que vinimos hasta acá resucitamos en ese gol, ese eterno e inolvidable gol de Marcos Rojo que nos devolvió el corazón a su lugar y nos hizo más fina la piel. Sentimos. Estamos vivos.
Ahí están todos y no sobra nadie. Está el pibito que no crecía, el escurridizo que se manchaba las manos laburando con el carbón, el nueve que nació con la clavícula partida, el defensor que pedaleaba 20 kilómetros todos los días hasta el entrenamiento de Estudiantes de La Plata, el arquero que jugaba en el ascenso al que una vidente le dijo que tendría éxito de grande, el cinco que se quedaba hablando de fútbol en la barra del boliche, el creativo que compartía botines con sus dos hermanos, todos esos y otros, hechos una montaña de amores tardíos pero justos. Porque si algo hay en esa bola de cuerpos que vibra en un costado del estadio es justicia: ellos no merecían el otro final.
Están ¿30? ¿40? ¿50? mil locos que se abrazan y se miran como si no hubiera mañana, porque, digamos la verdad: no lo había. Incluso así vinieron, contra los audios viralizados, las lesiones, el dólar a mil, las tarjetas quemadas, la politiquería barata de los últimos días, el flojo antecedente de los dos primeros partidos, la distancia, el desapego y los agoreros. Esos dos hermanos cordobeses que lloran en la platea, ese abogado joven que se abraza con un desconocido proveniente de Dubai y un ruso que no para de subir fotos para Instagram, esos barbudos rockeros, el amigo de fierro y el pelado Silvio, esos tantos y otros tienen el premio de los que creyeron antes de ver. Y la fe, aquí en San Petersburgo, ha creado una nueva religión.
Están los utileros, los de prensa, el cuerpo técnico, Sampaoli, los amigos que apoyan y más. Están, también, los buenos cronistas, esos que pelean contra la gilada y siguen poniendo el cuerpo sin entregar la dignidad. No hace falta nombrarlos, porque son todos esos que mientras llegan a la zona mixta a esperar a los jugadores preguntan por los despidos de los compañeros de Télam, que hoy se quedan en la calle de la manera más burda y arbitraria que alguien pueda imaginar.
Vino Diego. ¿Cómo no iba a venir? Si en este estadio Krestovsky que costó mil millones de dólares y en el que da la sombra en toda su extensión, sólo entra un rayo de luz y ese haz va a pegar directamente al lugar preciso donde el mejor polvo de Fiorito levanta las manos, gesticula, hace fuck you, casi se descompone, transpira, grita, baila y está. Porque de Maradona podrán debatirse mil mundos, pero siempre que el hombre tuvo que estar, estuvo. Y en un mundo de relaciones ficticias y saludos de cumpleaños con recordatorios virtuales, verlo presente, en cuerpo, alma e influencia divina es, al menos hoy, una ilusión a la que someterse.
Apareció Messi, así con tacto divino, con un control con el muslo y con una caricia en el aire le puso un poco de lógica a su relato. Es el mejor y lo hubiera sido igual si esta noche hubiera terminado de otra manera, pero, mientras señala al cielo, ya sabemos que aquí está y que no nos va a abandonar a nuestra suerte. El centenar de miles de ojos argentinos que se están enamorando como la primera vez saben que esto es incondicional: Messi es nuestro y nosotros somos de Messi. Es así y es acá y va a ser igual hasta el día en el que nuestros párpados se cierren para siempre y sepan que después de su partida no vieron uno mejor.
Estamos todos pero no están los que fabrican audios falsos y los que los viralizan, los que inventan trompadas y los que les dan cámara, los que hacen lobby desde adentro y desde afuera, los señores sombríos, los que quieren vendernos nuestros cuadros, los viejos comentaristas operadores con cuentas flojas de papeles, los representantes que exprimen a los pibes, los servicios, los que mienten en el show, los mala leche, los mulos, los que piensan que los jugadores les deben cosas, los cancheros que no sienten nada, los boludos que hacen memes y los que rosquean con el poder. Por suerte no están: se les caería la cara de vergüenza al saber que nunca han sido tan felices como todos los que vinimos hasta acá.