Abrazadas en una situación lastimosa, las vi cerrar la puerta de la mini oficina aquella mañana y abandonar el sótano del Shopping Spinetto a bordo de mi Gol blanco, detrás del cual yo había estado escondida, espiándolas, unos minutos antes. 

Al ver que se dirigían al auto, decidí escapar gateando para ubicarme debajo del chasis de una Eco sport negra donde terminé compartiendo el espacio involuntariamente con un charco de aceite y un grupo de cucarachas que al verme salieron expulsadas hacia los costados como ante la presencia rotunda de un fumigador y terminaron aplastadas por las ruedas de mi Gol cuando arrancó a toda velocidad a metros nomás de mis oídos. No me incorporé inmediatamente sino que esperé unos minutos y tras arrastrarme por el piso resbaladizo, logré pararme. Se me veía sucia y zaparrastrosa, pero eso me importaba un bledo (“bledo”, que es el nombre de una planta rastrera, en este caso es un vocablo fundamental, ya que dada vuelta se convierte en “doble”). Ascendí por el túnel de la calle Pichincha por el que entran los autos, todavía con las rodillas medio temblorosas, y caminé hacia la izquierda. No había hecho más de dos cuadras cuando me encontré de pronto con un grupo de más de cien lesbianas con el torso desnudo en la puerta de una iglesia. Yo estaba dispuesta a pasar al lado de ellas haciéndome la distraída porque en verdad en ese momento era más urgente mi apuro que mi militancia. Todo en mí se encaminaba al Hospital Alemán, al que no pude llegar porque cuatro de ellas se abalanzaron sobre mí reconociendo mi pertenencia a la fracción social que representaban (debido a mis dos laterales rapados se dieron cuenta de mis inclinaciones sexuales) y una me dijo: “Sacate la careta y vení a militar”. Entonces, tomándome de los brazos, me introdujeron en el templo al grito de “Iglesia basura, vos sos la dictadura”. En ese momento, el cura bajó del altar y, reboleando la falda como una bailaora flamenca, se acercó y extendió su gruesa mano anillada sobre mí, tomándome un manojo de pelos y zamarreándolos violentamente. Dos monaguillos y una troupe de feligreses empujaban a la torva de lesbianas en dirección a la entrada, unos grandes portones de madera  tallada con escenas del Vía Crucis. 

En medio del largo pasillo con pisos de mármol blanco que separaba las incómodas hileras de asientos, vi al sacerdote arrancar con sus propias uñas el pircing de una joven de pelo corto, que le espetaba un discurso mientras era tironeada de la ceja derecha hacia arriba. Detente Satanás, detente Satanás, gritaba el cura con los párpados entrecerrados. Una lesbiana que tenía pintado un bigote y una barba muy finita, como la de los tres mosqueteros, lo tomó al religioso de la sotana hasta dejarlo semidesnudo – es decir en calzoncillos y con una camiseta blanca – delante de todo el mundo. Pero el mundo era pequeño y el hombre ni se inmutó ante el despojamiento y solo atinó a pegar manotazos indistintamente y pellizcar con dedos regordetes los pezones erectos por el frío. Luego tomó la cabeza rapada de una y la inclinó bruscamente sobre la pira bautismal. Un chorro que caía de una jarra sostenida por un monaguillo se derramó sobre ese cráneo en el que se veían un mapa de venas hinchadas y azules a punto de explotar. Fue entonces cuando la rodilla perteneciente al cuerpo de esa cabeza, se levantó bajo la bermuda de jean roto y pintado con una enorme A de anarquía encerrada en un círculo que contenía a su vez una estrella. La rodilla se clavó sobre los testículos del párroco que gritó agudamente como si se los hubiera pinchado con una aguja. Mientras, a su lado, cuatro monjas repetían un salmo de ritmo muy alegre que decía: “tu esclava soy, tu esclava soy”. Genuflexas sobre los tablones de madera de las filas de asientos, al costado de la pira, debajo de la imagen de un Cristo muy blanco ensangrentado con pelo castaño natural, se las veía a las cuatro imbuidas en sus propios cantos y una de ellas hasta parecía batir levemente los hombros siguiendo el estribillo pegadizo. Tan compenetradas estaban que parecían ignorar la guerra campal que sobrevolaba sus velos negros, por la que objetos de toda naturaleza, arrojados por feligreses y lesbianas, cruzaban de un lado al otro. Algunos de esos proyectiles eran una botella de fernet, un crucifijo de plata, un paquete de hostias Granix, un cáliz, una copa menstrual, un destapador, un rosario bendecido por Benedicto XVI, un aro en forma de doble hacha, un eucologio, un ejemplar de Testo Yonqui, una edición de la nueva encíclica vaticana, un par de lentes cuadrados de marco negro sin mucho aumento. Todo iba y venía y algunas cosas chocaban entre sí antes de dar sobre cabezas desprevenidas como la de una chonga tatuada que tras recibir un juego de llaves de moto en su frente me agarró de un codo y me atrajo hacia sus tetas sudorosas. La desconocida me entró a dar besos cargados de una saliva espesa en el cuello, en los hombros, en la oreja y en la boca. Sentí por mi espalda correr el hielo de las tachas de su muñequera que subía y bajaba surcándome la piel (siempre quise conjugar el verbo “surcar” aplicándolo sobre mi propio cuerpo). 

Luego, esa misma muñequera se metió debajo de mis pantalones y reventó el botón que salió despedido como una bala de goma. Sentí el cierre descender por entre los dientes metálicos, y las tachas y su frío me hicieron recordar que hacía ya mucho tiempo no cogía. Estaba distraída pensando esto y recordando un texto que una señora había traído para fotocopiar días antes  (estaba firmado por Djuna Barnes y hablaba de una pareja de lesbianas unidas en matrimonio ante el altar) cuando la mano de mi parteneire se apartó repentinamente de mi vagina y se alojó en su propia boca, para chupársela. Con los dedos índices y pulgares formó un RP (rombo pélvico), con el que apuntó, como una mira, a la imagen de una Virgen de manto celeste con estrellitas y una media luna a la altura de los pies. La chonga sacó su lengua a través del rombo y la movió rápidamente como el integrante de Kiss que la tenía larguísima porque se había cortado el frenillo (el que además mataba pollitos con sus zapatones). Me quedé impávida, con los pantalones abiertos y el torso vibrante, llevada de aquí para allá por la torva y la antitorva que se peleaban descarnadamente haciendo chocar en el aire su “Macri no es puto, es liberal, hacete cargo él es heterosexual” contra el “Padrenuestro” y el “Ave María” dichos al unísono por el grupo de creyentes. De pronto, antepuesto a la imagen del Cristo crucificado a cuyos pies seguían cantando las cuatro monjas genuflexas, vi  levantarse un cartel que medía alrededor de diez metros y cruzaba la iglesia en todo su ancho, era de ttt (tela tipo toldo) y estaba ilustrado con la foto a todo color de un feto que sonreía con los párpados cerrados agarrando entre sus manitas una cruz más larga que sus piernas. Bajo ese pequeño ser que en el cartel era enorme y aterrorizante, de pronto se apersonó un grupo de boys scouts rubios que acababan de entrar por la puerta lateral del templo que daba al patio de la escuela Matter dolorosa. Sonrientes, pecosos y de rostros angelicales, seguían a una señora de edad media con un altoparlante pegado a los labios que arengaba: “Viva la vida, viva la vida /viva la vida, muera el aborto”. “¿Pero con lo que cuesta inseminar, señora, le parece que vamos a abortar?”, le espetó entre carcajadas la de bigote pintado.  Tras apoyar el artefacto en el piso, la señora cruzó los índices de ambas manos delante de la cara de la riente y, acto seguido, le vació en los ojos un tubito de gas pimienta. Súbitamente enceguecida, la lesbiana pegó manotazos en el aire como para agarrarse de algo, y en la desesperación palmeó sin querer los pechos de su agresora. No me quedé para ver la reacción de la antiabortista y de ese ejército de boys scouts que levantaron sus palos de niños exploradores como si fueran los cetros de un grupo de reyes salvajes dispuestos a cualquier cosa. Opté por huir de aquél templo en el que se había desencadenado una ola de violencia imparable (siempre me llama la atención el uso metafórico de la palabra “ola”, separada de su relación con el agua, y sobre todo me llama la atención cuando se le antepone el adjetivo “nueva” ya que por no haber ola que llegue a vieja, es el símbolo mismo de lo efímero. Será por eso que en español saludamos con una palabra parecida: “¡Hola!”, que expresa la fugacidad de los encuentros). Ya en las escalinatas que daban a la calle, una lluvia de flashes me encandiló por unos instantes. Eran las cámaras de las mismas tortas semidesnudas. Mientras algunas de ellas festejaban a viva voz haber consumado la penetración en el templo, proponían ir a tomar cerveza a la plaza y “clavarse una buena comida vegana”. 

Me quedé atónita, ¿para qué –me pregunté– querer sanarse con la ingesta vegana si al mismo tiempo tenían pensado intoxicarse con todos los químicos de la peor bebida alcohólica del mercado? ¿la lógica del sistema capitalista y heteropatriarcal no era acaso la de envenenarlas para mantenerlas débiles y así descartarlas como amenaza para poder proseguir con su impoluto funcionamiento? En todo caso esto no parecía importar a nadie más que a mí, que ni alcancé siquiera a esbozar lo que pensaba porque todo cuanto pude fue sentir frío en mi torso desnudo, ya que la primavera aún traía recuerdos del invierno en el aire. Giré mi cabeza hacia la izquierda y vi una joven de pelo amarillo teñido con los laterales rapados igual que yo y un jopo que le caía de frente tapándole parte de sus anteojos de marco negro. Mientras tocaba el “rallador” (me refiero al instrumento musical que se usa en la ejecución de las cumbias) cantaba “¡Sacate la careta y vení a militar!”.  En medio de todo ese barullo, solo llegó a estremecerme el pensamiento acerca de mis pertenencias que habían sido diezmadas y retorné corriendo hasta la puerta del edificio donde aún moro, la abrí, entré en mi departamento y caí rendida sobre la cama.

 

Se presenta el viernes 29 de junio a las 20.30 en la Facultad Libre (9 de Julio 1122, Rosario) y el domingo 1º de julio a las 19.30 en Casa Brandon (L. M. Drago 236).