Había pensado muchas veces que los problemas de su madre se solucionarían con la muerte.
Ahora que ya no está, duda entre sollozos de haber tenido la teoría correcta. La agonía de los últimos meses no le permitió preguntarle si la muerte se le hacía amiga para reconfortarla, o si la torturaba la idea de dejar de existir.
Maneja por la autopista en dirección a Rosario, y la monotonía del camino desolado le permite repasar una vez más el mapa conceptual que armó sobre la vida de Batia, su mamá. Pero rumiar la perturba, porque el esquema está lleno de puntos ciegos, madrigueras, signos de interrogación. Alma sabe que el mandato en las familias judías suele ser cruel con las mujeres, aunque ha sospechado en estos últimos años que lo de su madre fue bastante menos de mandato y bastante más de show. Una puesta en escena perfecta, perfeccionada, de la pequeña judía errante, indefensa frente a los avatares de un mundo hostil que la abruma. Una vida sin mayores problemas que la invitó a inventarlos, a manipularlos, a llorarlos con la frente aplastada en un muro invisible, aunque convincente.
Su corazón es una caja de lombrices. No entiende cómo se siente, no sabe cómo debería sentirse. Maneja por la autopista en dirección a Rosario, y el rum rum monótono del camino vacío le retumba en los oídos. La llanura anula los estímulos visuales y la cabeza de Alma es un festival de susurros. No hay horario fijo para llegar, va a ochenta en un intento por demorar borgianamente el instante fatídico. Que la cremen y la pongan en una cajita floreada pidió. Que la tiren en los Esteros del Iberá. ¿Para qué la indicación de las flores en la caja, entonces? Sería apenas un lugar de paso. Nadie está dispuesto a viajar tantos kilómetros, así que el destino será el río o el cenizario. Su hermano había depositado en ella la decisión.
Santiago también se había hecho cargo de todos los trámites: morgue, depósito, crematorio. No quisieron velorio para no demorar un duelo que llevaba más de treinta años, que se había iniciado mucho antes de la enfermedad. No querían que nadie los abrazara o envolviera con frases hechas, con falsa nostalgia, con anécdotas inmundas. Intentaban que el momento fuese lo más parecido a un trámite. Procuraban disimular el cansancio, el dolor y el alivio de la ausencia.
"A una madre se la quiere, aunque sea difícil. Hay que ocuparse". Su hermano se lo dijo por teléfono, inmediatamente antes de cortar. Le informaba que no había ya nada que se pudiera hacer. Le pedía permiso para irse a su casa a descansar. Probablemente Batia no pasara de esa noche y muriera sola, por fin, víctima de una soledad y un desamparo que se inventó durante toda su vida para sentirse eso, víctima. Mártir triunfante de un mundo de cartón mal pintado en el que quería vivir.
La autopista por la que maneja, y que está por abandonar, la tiene atrapada en un sopor que le permite pensar en círculos. La muerte no le sienta bien a nadie. Menos a los que quedan vivos. Le tenemos miedo a la propia, nunca sabemos qué hacer con la de los otros. Faltan pocos kilómetros y se pone a rastrear algún momento de conexión hija‑mamá. La cabeza le da vueltas. No hace pie en ningún recuerdo. Súbitamente el olor a humo de un pastizal en llamas la arroja a los días de colegio, al olor profundo del primer cigarrillo de Batia encendido a las siete de la mañana, en ayunas, la casa inundada del olor nauseabundo de tabaco que se quema, la angustia de sentirse nada. El profundo deseo adolescente de que la vida cambie. De viajar lejos. De tener amnesia.
El trato había sido ese y lo iba a respetar. Santiago se ocupaba de los rituales funerarios, ella de desmantelar la casa. Había googleado el teléfono del Ejército de Salvación y planeaba llamarlos una vez cuantificados todos los recuerdos que había decidido no conservar. Desde el pastizal prendido fuego, desde el olor a humo y el flash back en el tiempo ‑-apenas unos minutos atrás-‑ tuvo la sensación de pensamiento inconcluso, pendiente, como de una tarea que debe hacerse pero que no se recuerda. Sostenida por esa inquietud, entra a la ciudad por la avenida.
Sale a la esquina de la casa familiar, da la vuelta a la manzana y estaciona en la puerta. Llega temprano a propósito para no encontrarse con ningún vecino; lo evita por las mismas razones por las que no hubo velatorio. Mientras espera el ascensor se propone actuar con la frialdad de un cirujano: entrar, embalar, vaciar, salir antes del anochecer. Volver al campo sin mirar atrás.
Casi lo logra.
Hasta que abre la puerta del freezer.
Hay algunas bolsas con pan y un taper. Lo saca. Lo abre. En el recipiente hay guefilte fish congelado. Todos los años Batia refundaba la esperanza de juntar a la familia para Pesaj, como cuando vivía la Bobe Malka. Pero la tradición se fue borroneando, y los últimos de árbol genealógico hasta abandonaron la costumbre de decirse jag sameaj. Alma apoya el taper en la mesa con la mirada clavada en el pasado. El olor a las bolas de pescado hirviendo en su jugo sobreviene e inunda toda la cocina. Se sienta con un movimiento preciso en una de las sillas, frente a la caja plástica, mirándola. Así, también ella comienza a descongelarse. Le vienen unas ganas insufribles de llorar pero no puede. Permanece quieta, al pie del taper. Y dice para adentro que hay vidas de mierda en las que no se puede hacer nada más que testimoniarlas. Que hay gente tan incapaz de sentir amor que lo único que puede hacer es cocinar, cada Pesaj, guefilte fish, con la esperanza encubierta de recibir la visita de los hijos para celebrar. Que esas formas rebuscadas e incompletas son también maneras tullidas de habitar el mundo.
Las albóndigas son el único puente que puede entablar con su madre muerta. No sabe si descongelarlas y comerlas sería un acto de antropofagia, si hacer una reunión familiar post mortem sería una buena despedida, si guardarlas haría durar, un rato más, el tiempo vivo de las manos que las cocinaron. La invade cierta liviandad, inesperada. Se levanta y guarda el recipiente en el freezer nuevamente. Busca el celular y le escribe a su marido (Mariano, duermo acá. Te amo). Vestida como está, se acuesta en su habitación de niña, en la cama de una plaza, que permanece con sábanas siempre, por las dudas.
En la oscuridad mira el techo. Está segura de que en algún momento de la noche la visitarán algunos fantasmas. Esta vez no cerrará los ojos ni sentirá miedo. Los mirará con compasión y se sentará con ellos a hablar. Compartirán algunos instantes nebulosos, les contará sus planes. Sentirá que de alguna manera debe agradecerles por mantenerla alerta. Verá que los haces de luz mortecina que los configuran irán perdiendo densidad. Se alejarán. Tendrá vértigo, en la certeza de que así deben ser las cosas.
Entonces podrá dormir.