Con la muerte del peruano Aníbal Quijano, la principal generación de intelectuales del pensamiento crítico sufre una sensible pérdida. El mexicano Pablo González Casanova, el brasileño Ruy Mauro Marini, el argentino Aldo Ferrer, el chileno Tomas Moulian, el guatemalteco Edelberto Torres-Rivas, el colombiano Orlando Fals Borda, el cubano Fernando Martínez Heredia, el costarricense Daniel Camacho, el ecuatoriano Agustín Cueva, el boliviano René Zavaleta, entre tantos otros, conforman una generación que ha poblado el pensamiento social latinoamericano con obras seminales para el continente, especialmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Pablo González Casanova llamaba la atención sobre lo que tildó como “el autismo de la intelectualidad”, como forma de caracterizar un proceso de burocratización de los intelectuales del continente y su pérdida de la capacidad de abordar los grandes problemas históricos que vive Latinoamérica. Mencionaba González Casanova la incapacidad de muchos académicos de articular la comprensión de los graves problemas que afectan al continente con la crisis general del capitalismo y del neoliberalismo.
Es el mismo fenómeno al que se refería el norteamericano Russel Jacoby cuando hablaba de los últimos intelectuales, refiriéndose a la intelligentsia, a los pensadores que poseen todavía tres rasgos esenciales: la capacidad de abordar los grandes temas históricos de su época, la vocación de hacerlo con lenguaje accesible al gran público y la ubicación del lado de las grandes masas populares en contra de la élites del poder.
Jacoby resumía fenómenos que han favorecido esa crisis del pensamiento crítico, entre ellos la burocratización de académicos que concentran más su actividad en las demandas universitarias e institucionales, redactando reglamentos, estatutos, normas, comunicados, más que dedicarse a los grandes desafíos teóricos contemporáneos. Ese ejercicio termina viciando el estilo, que hace con gran parte de los académicos pasen a expresarse en lenguajes cifrados, herméticos, de difícil acceso al gran público, porque escriben mucho más para sus colegas e instituciones de financiamiento que para la opinión pública general.
Por otra parte, Jacoby menciona la construcción de ciudades universitarias, que alejan a las instituciones académicas de los centros urbanos y de su población y las ubican en zonas alejadas, distanciando todavía más a profesores y estudiantes del pueblo. Y, además, dentro de esas ciudades universitarias, se separa estudiantes y profesores de una disciplina de otras, acentuando otro fenómeno grave: la continua especialización de disciplinas nuevas, que fragmentan cada vez más el saber.
La especialización, la burocratización, la fragmentación del saber, los lenguajes complejos, son algunos de los fenómenos que han alejado parte de la intelectualidad de sus funciones públicas. Hoy día un sector minoritario de los intelectuales latinoamericanos está directa y concretamente comprometido con las luchas populares, en condiciones en que se juega, en el debate sobre las grandes alternativas para el continente, gran parte de su futuro.
En un congreso realizado recientemente en China, solamente dos intelectuales latinoamericanos fuimos invitados, lo que refleja el reflujo del pensamiento social latinoamericano en los últimos años y el debilitamiento de sus instituciones. Temas como la naturaleza del neoliberalismo, sus elementos de fuerza, la debilidad de la articulación entre el antineoliberalismo y el anticapitalismo, las nuevas formas que asume la construcción de socialismo en América Latina, la contraofensiva conservadora sobre el continente, entre otros temas, requieren no solo el esfuerzo más grande de la intelectualidad latinoamericana, sino también su participación cotidiana en los medios, en los debates diarios sobre las cuestiones en que se concentran las disputas de los consensos generales en la opinión pública.
El pensamiento crítico latinoamericano, que ha protagonizado a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado los grandes debates teóricos y políticos en el continente y tuvo como fundador al peruano José Carlos Mariátegui –por su capacidad de recrear el marxismo de acuerdo a las realidades concretas de Latinoamérica–, necesita, más que nunca, recuperar su vigor y su creatividad, aplicar el pensamiento dialéctico a las condiciones concretas del continente. Necesita superar sus tendencias burocráticas y de encierro dentro de los muros de las universidades y de la instituciones académicas, para renovarse y para reencontrar la capacidad que ha logrado desarrollar, en el pesado reciente, de articular el pensamiento teórico y a práctica política.