Comedia de acción de pretensión irreverente y actitud canchera, la película Gringo, del australiano Nash Edgerton –a la que para su estreno en Latinoamérica se le agregó un aclaratorio tagline, una mala costumbre de la región–, apenas consigue alcanzar con lo justo esos dos objetivos que parecen motorizarla. En línea con algunos trabajos de los hermanos Coen (como Quémese después de leer, de 2008) o de Martin McDonagh (en particular Siete psicópatas, de 2012), el film de Edgerton también utiliza a la ironía, el sarcasmo y la incorrección política como herramientas para construir un fresco social despiadado al que se intenta hacer pasar por crítico. Una de esas historias que se esfuerzan para que ninguno de los personajes salga del todo bien parado, un poco para abonar a una sensación general de desquicio (aunque en el fondo se perciba que solo se trata de aleccionarlos y hacerles pagar por la maldad intrínseca a la que el guión los condena), y otro poco para dejarle a los espectadores una moraleja que les permita irse contentos a casa.
De forma un poco tosca y a riesgo de ser acusada de maniquea, Gringo divide al universo en mitades: de un lado la inocencia, del otro la desidia. En la primera está Harold Soyinka, el protagonista, un inmigrante nigeriano que ha conseguido un cargo gerencial en una empresa farmacéutica gracias a que Richard Rusk, uno de los dueños, es su amigo. En la otra todos los demás, que o bien son unos inescrupulosos, como el propio Richard y su socia Elaine; o bien oscilan entre el bien y el mal, pero con una marcada tendencia a errar siempre en las decisiones que toman. A Harold no le va del todo bien, aunque en teoría cuenta con los medios como para ser feliz. Está enamorado de su esposa, aunque la empresita de ella haya puesto los números familiares en rojo; tiene un buen trabajo pero puede perderlo, porque acaba de enterarse que la empresa se prepara para una fusión. Y Richard, su amigo, no solo se lo niega, sino que se mete en su área y decide viajar con él y con Elaine (quien lo desprecia), para controlar en persona la filial mexicana de la compañía.
De forma previsible, al cruzar la frontera el guion replica ese gran Otro que la cultura mexicana encarna para el imaginario estadounidense, en donde tampoco hay nada que rescatar. Elemental en su mirada del mundo y en su forma de retratar la realidad, incluso en los términos de una farsa, Gringo lleva su reduccionismo binario al extremo. No hay uno solo de los personajes que rodean a Harold que no lo lastime, pero él siempre se entera tarde, con excepción de una joven tan inocente como él, que está en México porque su novio fue a buscar droga y ella no lo sabe. Una subtrama molesta, no solo porque se vincula a la fuerza con el relato central, sino porque evidencia la intención del guion de crear caos a cualquier costo. Sobreactuada y excesiva por donde se la mire, Gringo no solo peca de guaranguería cinematográfica sino que incluso como comedia tampoco resulta demasiado graciosa.