De la anterior Sonidos vecinos –estrenada en Buenos Aires en unas pocas salas y escasísima repercusión– a Aquarius no hay un salto cualitativo evidente sino una precisa y minuciosa estrategia narrativa diseñada para llegar a una mayor cantidad de público. El realizador brasileño Kleber Mendonça Filho necesitaba de una actriz con la presencia de Sonia Braga para comandar desde la pantalla con potencia y sensibilidad la vieja historia de la lucha entre el individuo y las fuerzas de la modernización (valga el término como eufemismo multipropósito). Porque ése es –palabras más, palabras menos– el meollo de la cuestión en su segundo largometraje de ficción, nuevamente rodado y ubicado específicamente en su Recife natal; la historia sólo podría trasladarse a megalópolis como Río o San Pablo con muchos y necesarios cambios en ciertos detalles del guión. Clara (Braga) es un exponente de la clase media educada y progresista de esa ciudad y no de cualquier otra. Pero a pesar de vivir en la “parte rica” –según sus propias palabras, separada por un simple desagüe en medio de la playa de la “parte pobre”—, poco y nada le debe a tanto nuevo rico surgido del negocio de la construcción de torres de categoría.
Una primera escena a comienzos de los años ‘80 muestra a Clara –esposa y madre de tres hijos– celebrando abiertamente el cumpleaños de una tía y, no tan secretamente, su reciente triunfo sobre un cáncer de mama. Se trata de una secuencia luminosa, precisa y elegantemente encuadrada en el formato de pantalla ancha que el realizador parece preferir por sobre cualquier otro. De todas formas, más allá del registro coral de personajes principales y secundarios, Mendonça Filho desliza un apunte que puede parecer casual, pero es esencial a la totalidad del relato: en medio de la lectura de unos textos escritos por los chicos de la casa en su honor, la Tía se pierde en el recuerdo de algunas sesiones amatorias del pasado remoto, disparadas (como un sucedáneo de la famosa magdalena) por la presencia de un simple mueblecito ubicado en el living. El deseo sexual (una forma de la vitalidad) será uno de los motores centrales en la vida de Clara tres décadas más tarde, ya viuda y con sus retoños fuera del hogar, rodeada de sus amados discos de vinilo (es una excrítica musical), sus libros, su “mujer que ayuda en la casa” y, por supuesto, las cuidadosamente decoradas paredes de ese mismo departamento, uno de los tantos del complejo Aquarius.
Pero Clara, de unos 60 y pico de años, vive literalmente sola en el inmueble, ya que el resto de las unidades han sido compradas por una empresa con la intención de demolerlas y construir allí otra clase de estructura edilicia. Ese es el punto de partida de la encarnizada lucha de la protagonista: su resistencia a la venta, a pesar de una más que interesante propuesta económica, primero, y los cada vez más agresivos mecanismos disuasivos que los nuevos dueños del lugar están dispuestos a utilizar para sacársela de encima. Lo más interesante, sensible y profundo del nuevo film de Kleber Mendonça Filho –que debutó nada más y nada menos que en la Competencia oficial del Festival de Cannes– no está precisamente en ese enfrentamiento entre fuerzas dispares (la Corporación insensible versus el individuo), sino en la descripción de la vida cotidiana de la heroína, en los detalles de la amistad con un grupo de mujeres de su misma edad y el contacto permanente con la gente del barrio, en la amorosa pero conflictiva relación con los hijos, en su tozudez lúcida. Y en ese deseo latente que parece dispararse, irónicamente, a partir de una orgía en el piso de arriba organizada con el fin de escandalizarla.
En ese espacio físico que Clara entiende como una forma de la identidad, la colección de discos se transforma en un álbum de recuerdos diáfanos. Como cada esquina del departamento mismo. Es precisamente esa noción, tanto intelectual como emocional, lo que el representante visible del emprendimiento inmobiliario (mucho más joven que ella, un típico pedante con master universitario) no logra comprender. Aquarius adopta el punto de vista inamovible de la primera y transforma progresivamente al segundo en el enemigo a combatir, idea que el realizador refuerza durante el último tercio del film con confesiones imprevistas y un cierre esperanzador sostenido gracias a un tono catártico pour la galerie. Queda impregnada en la memoria la fuerza de la ex Doña Flor, indivisible aquí de su personaje, a tal punto que sería imposible imaginarse la película sin ella.