El estereotipo del jugador alemán remarcaba la potencia física y la fortaleza anímica como atributos que lo integraron a la elite futbolística. Es obvio que a la par de los “tanques” hubo siempre futbolistas de talento. Para no ir muy lejos, basta citar que el goleador Gerd Müller era asistido por unos tales Overath y Beckenbauer (Alemania 1974), que Klinsmann jugaba con un tal Matthaus (Italia 1990), que Miroslav Klose contó con Michel Ballack (Corea-Japón 2002), y luego con Schwensteiger, Özil, Kroos.
Después de fracasar en su intento de volver a reinar ganando el Mundial que organizaron en 2006, Alemania reconoció que aquel estereotipo no alcanzaba y buscó un cambio. Joachim Löw tomó el cargo de seleccionador e introdujo otro paradigma en la formación del jugador: puso el énfasis en la técnica. Desarrollaron máquinas y métodos de entrenamiento para que los futbolistas pudieran hacer con la pelota casi todo lo que natura non da. El progreso en ese desarrollo se mostró al mundo con jugadores reconocidos por una técnica más depurada. Tal vez el 7-1 a Brasil en las semifinales del Mundial 2014 haya marcado el punto más alto de lo que Löw propuso.
El planeta futbolístico hablaba del modelo alemán. Y luego de la obtención de la Copa Confederaciones de 2017 en Rusia, con un plantel drásticamente renovado respecto del primer campeón mundial europeo en tierra americana, se le auguró años de hegemonía. Así llegó a este Mundial. Todos apostaban a una Alemania vistosa y contundente. Nada más lejos de lo que mostró ante México, Suecia y Corea, en el Grupo F, donde terminó último. El equipo alemán que pasó por Rusia no tuvo alma. Estuvo vacío de identidad. Perdió la capacidad atlética –sus jugadores deambulaban en la cancha ante Corea del Sur– y su estilo de toque asociado mutó en búsquedas mecanizadas, con jugadores aburridos de transportar la pelota al domicilio de sus compañeros, incapaces de tirar una gambeta, sin imaginación para un pase en cortada, que cuando tiraban un centro caía invariablemente en las manos del arquero rival o en las cercanías de un solitario Mario Gomez, que siempre entraba desde el banco para ver si conseguía el milagro de un cabezazo que solucionara la anemia de gol. La revolución Löw quiso poner remedio a un extremo y cayó en el otro, y ese vaivén nunca conduce a buen puerto.