“Europa le pertenece a Picasso, a Matisse y a tantos más. La India solo me pertenece a mí”, anotó en cierta ocasión la excepcional Amrita Sher-Gil (1913-1941), pintora avant-garde y espíritu genuinamente libre que lograra trascender como una de las figuras centrales del arte contemporáneo de la India. A pesar de haber muerto con apenas 28 años. A pesar de que su obra permanezca ignota en buena parte del globo, desatendidos su talento elevado, su arrojo, el modo en que conjugó modernismo con tradiciones “primitivas”, sus sonados romances (con varones, con mujeres), su imperiosa necesidad por retratar a las de la India profunda de los años 30s desde una perspectiva sincera e inhabitual: en tiempos en los que las representaciones solían mostrarlas felices y obedientes, Amrita las pintó en mercados, en bodas, en sus casas, vestidas y sin ropa, a menudo envueltas por un manto de melancolía, los ánimos abatidos, presente en sus miradas la duda de que existiese para ellas algo más… También pintó a campesinos, hombres de magros recursos. Viajó durante meses por el sur rural, determinada a investigar la otra cara de la India colonial.
Decir que se salió de la vaina es quedarse corta; como corto le queda el mote con el que se la ha encorsetado: “la Frida Kahlo de la India”. Por fortuna, una recientísima bio ilustrada de Mumbai para niñatos y un (muy tardío) obituario del New York Times publicado los pasados días, vuelven a poner de relieve vida y obra de quien devino fundadora del arte moderno de la India. “Amrita Sher-Gil fue una persona radicalmente independiente, que estaba decidida a hacer escuchar su voz desde tierna edad. Su familia alimentó esa determinación”, señala la escritora Anita Vachharajani, autora del susodicho libro infantil Amrita Sher-Gil: Rebel with a Paintbrush, que cuenta con ilustraciones de la artista Kalyani Ganapathy.
En efecto, semejante mujer no salió de un repollo: su madre, Marie Antoinette Gottesmann, fue una cantante de ópera húngara-judía, compañera de viaje de la princesa Bamba Sutherland; y su padre, Umrao Singh Majitha, fue un aristócrata punjabísikh, un hombre cosmopolita especializado en sánscrito y astronomía, además de pionero fotógrafo amateur. Amrita nació en la Budapest natal de su mamá en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, conflicto que obligó a sus padres a extender la visita. La extendieron hasta 8 años, cuando finalmente se instalaron en la propiedad familiar de Simla, India, a los pies del Himalaya. Es entonces cuando Sher-Gil comienza a tomar clases de pintura, y se manifiesta como una chicuela asertiva, de carácter fuerte: prueba es que la rajan de un colegio católico por decir a los cuatro vientos que es atea. A los 16, se muda a Francia para profundizar su formación en la Ecole des Beaux-Arts y, liberada del artificio de la convención, se sumerge de lleno en la vida bohemia parisina. Estudia fervorosamente a Renoir, Cézanne, Modigliani, Gauguin, Suzanne Valadon; y pone el mismo fervor en su vida amorosa. “Estoy constantemente enamorada; solo que el flechazo me dura poco, dura hasta que llega el siguiente”, anotaba quien habría tenido affaires con la pianista Edith Lang, su amiga Marie Louise Chassany, el futuro primer ministro de la India Jawaharlal Nehru, el periodista inglés Malcolm Muggeridge…
“¿Cómo se puede sentir la belleza de una forma, la intensidad o la sutileza de un color, la calidad de una línea, si no se es una sensualista de los ojos?”, se despachaba quien fuese premiada en el ‘33 con la medalla de oro del Gran Salón de París por su cuadro Young Girls. A pesar del éxito, advierte que “me persigue un intenso anhelo por regresar a la India; siento que allí yace mi destino como pintora”. Así, en el ‘34 regresa a Simla, y comienza a estudiar la pintura Pahari del siglo 17, la pintura Mughal… Sin tapujos, dice: “El arte moderno me ha llevado a la comprensión y apreciación de la pintura y la escultura de la India. Parece paradójico pero sé con certeza que si no hubiera viajado a Europa, tal vez nunca me hubiera dado cuenta de que un fresco de Ajanta o una pequeña pieza escultórica del Museo Guimet vale más que todo el Renacimiento”.
Por lo demás, a los 25 se casa con un primo húngaro, el médico Victor Egan. Entre idas y vueltas, en 1941, se instalan en Lahore, Pakistán. Y ese mismo año, quiso la pésima, pésima suerte que, con apenas 28, Sher-Gil fallezca pocos días antes de que inaugurara su primera gran exposición individual. Enfermó de gravedad y murió casi de inmediato. Las razones nunca han quedado del todo claras: algunos sugieren que la causa podría haber sido disentería o peritonitis; otros, que podría haberse tratado de un aborto clandestino mal practicado. Desde entonces ha tenido ciertas reivindicaciones póstumas: en años pasados, exposiciones en reputadas galerías del Inglaterra y París, el gobierno de la India declarando a su obra “tesoro nacional”, múltiples biografías, incluso un doodle de Google al cumplirse 103 años de su nacimiento. Ahora, el libro infantil, la nota en el NY Times. Y la crítica especializada (la que sabe de su existencia, al menos) que la reconoce como exponente de una cultura híbrida, que se nutrió tanto del Este como del Oeste pero logró trascender ambas.
Ella era consciente de su talento, como dejó entrever en una epístola que mandó a su mamá con apenas 18 años: “He estado pintando cuadros muy buenos. Todo el mundo dice que he mejorado inmensamente; inclusive la persona cuya crítica me importa por sobre todas las demás: yo misma”.