El futuro llegó hace rato, como sucede en las mejores distopías. El mundo se está secando; no hay agua. Una organización armada, una guerrilla ecológica, se radicaliza más, y el gobierno militarizado y armado hasta los dientes le adjudica al grupo la muerte de unos ingenieros en una represa. La edad del agua (Mardulce), la segunda novela de Marcelo Carnero, empieza treinta años antes, cuando un periodista es enviado a la selva, zona monopolizada por la empresa extractora de agua La Constructora –dueña hasta del aire que respiran– para investigar la desaparición de Martín Anzúa, hijo de uno de los terratenientes más grandes de la provincia, “un chico bien, criado en una burbuja de lujos y colegios ingleses”. En esta pesquisa selvática acompaña al periodista un cura que no es cura, sino un expresidiario, y un asistente de pocas palabras. El saqueo, la contaminación, la gente que muere deshidratada –“caída a los costados de los senderos con la lengua afuera, hinchada y llena de llegas como vacas con aftosa”–, y una trama de poder, corrupción y asesinatos son reconstruidos a través de distintos narradores y puntos de vista, como si fuera la única manera de “entender el tiempo” y descifrar lo que ha pasado.
Antes de que publicara su primera novela, La boca seca (2014), Carnero (Buenos Aires, 1978) vio un documental sobre el acuífero guaraní y como una epifanía tan bella como insólita apareció la primera frase de La edad del agua: “El río lechoso y grueso parecía el brazo de un muerto”. “Lo primero que sentí fue la respiración de la frase y me puse a escribir. Y así surgieron las primeras páginas”, cuenta el escritor a PáginaI12. “Me gustó que fuera como un grupo de perdedores totales, tipos que están ahí casi de casualidad. Y que esa casualidad los ponga en un enredo, en una historia que no eligieron tampoco. Las cosas no son lo que parecen ser. Y se arma un montaje de apariencias: el cura que no es cura, el periodista que cae ahí de casualidad, el grupo de militantes ecologistas tienen un pasado nada digno. “Todo es un efecto dominó de apariencias que van cayendo”, plantea Carnero, que codirige el Espacio Enjambre, un centro de investigación sobre la escritura.
–La primera frase de la novela le dio una respiración. ¿Cuánto hay del fraseo poético en La edad del agua?
–Hay mucho del fraseo poético en el trabajo con el lenguaje. Me parece que eso es algo que traigo. Con esta novela me di cuenta de que el narrador de un texto escrito siempre es oral y eso me cambió el punto de eje para escribir, porque empecé a pensar en un narrador que está hablando. Ahí apareció de nuevo la idea de lo poético, porque para mí el habla está relacionada a lo poético, al descubrimiento del lenguaje. Hay una marca de origen en la relación del lenguaje en los conventillos de la Boca donde me crié. Si pienso el lugar de donde vengo, el río de la novela se parece al río donde yo me crié, es un río muerto que la única posibilidad vital que tenía era la de desbordarse. Y al desbordarse inundaba todo, pero orgánicamente era un río muerto. No había vida de ningún tipo. Ese era el imaginario de la naturaleza para mí, cuando era chico: la naturaleza era un río muerto.
–“La música debe tener uno de sus orígenes en la lluvia”, se dice en la novela. ¿Coincide?
–Sí. Me crié con el sonido de la lluvia en los techos de chapa. Baldomero Fernández Moreno tiene una frase en el libro La mariposa y la viga: “Casa donde no se oye el rumor de la lluvia entra en categoría de palacio” (risas). Es muy lindo eso, ¿no?
–¿Cómo se le ocurrió introducir en la novela una organización armada ecologista?
–¿Qué pasa si empezamos a naturalizar que los alimentos están contaminados? ¿Qué pasa cuando no hay reparos políticos respecto de la minería y del desperdicio del agua? Entonces se me ocurrió la idea de una organización armada ecologista; tipos que se empiezan a armar para defender un recurso natural que está en extinción, no ya por una idea cool de pertenecer a un clan que piensa en verde, sino por una cuestión de supervivencia.
–Una pregunta que surge a partir de la novela es por qué un padre manda a matar a un hijo.
–Mi padre era un tipo muy violento, alcohólico, y creo que en su imaginario habrá querido matar a sus hijos varias veces. De hecho, lo hizo cuando se fue y dejó un vacío lleno de porquerías. ¿Qué implica en la novela, para un tipo que tiene la posición que tiene, estar jugando ese juego de mandar a matar al hijo? Ya no tiene ningún tipo de límites y no va a ceder su posición, ni siquiera por su hijo. No hay posibilidad de que haya ninguna relación con lo humano en una instancia así.
–“En algunos casos el agua llega a edades sorprendentes, veinte mil, treinta mil años entrando en la tierra gota a gota, hasta formar primero una línea por donde no cabría una hormiga (...) Es un viejo animal mitológico habitando la tierra debajo de nuestros pies”, dice el “cura” en la novela. ¿Cómo explica esta fascinación con el agua?
–Me encantó como imagen poética, pero después está el agua como posibilidad de relacionarme con lo divino, que siempre aparece en lo que escribo. Si dios existiera, sería de agua para mí. El agua participa del imaginario de lo que somos, de lo que necesitamos. Sin agua, no tendríamos ninguna posibilidad. Me parece que es un elemento muy potente en mi imaginario. Los humanos somos tan pequeños en relación a lo que nos toca vivir.
–En sus novelas, las clases sociales aparecen como mundos confrontados, a diferencia de otras ficciones publicadas en los últimos años. ¿Por qué en su narrativa hay un énfasis en las diferencias de clases?
–La narrativa que se está escribiendo me parece que está bastante alejada de la realidad y llena de culpa. Y cuando quiere pensar la clase social la piensa desde un lugar muy pedorro. Los pobres son muy dignos o son destrozados, y no tienen ninguna posibilidad de relacionarse con la sensibilidad ni con la belleza. Me interesa pensar el tránsito que tuve que hacer desde la nada del conventillo a la sensación de arribar a un lugar que no me pertenecía. Y cómo estaba dándome el permiso de tomar un instrumento que era de la clase bienpensante para decir las cosas que yo quería decir. Los escritores cada vez están más lejos de la experiencia. Entonces arman unos espantos tipo Frankestein. La escritura tiene que ser algo vital; es como querer nadar con una piedra atada al pie. Es imposible.