Desde Moscú
Está bueno lo de las Noches blancas de San Petersburgo. Es saludable que el sol se ponga a la medianoche y reaparezca un par de horas después, pero no alcanza, los días de 22 horas son insuficientes. Necesitamos más, queremos días de 96 horas por lo menos.
Con la resaca a cuestas después de la victoria sobre Nigeria partimos hacia el centro de la ex Leningrado porque en el tiempo que nos queda hasta tomar el tren que nos lleve de vuelta a Moscú queremos “tomar” el Palacio de Invierno y meternos en la historia grande. Y como turistas apurados, hacer un paseo barco, ver algunas iglesias y como futboleros queremos ver Alemania-Corea del Sur y México-Suecia y queremos comer algo de comida típica y encima tenemos que escribir para el diario una mirada optimista y otra pesimista (por la dudas) sobre las posibilidades de Argentina frente a Francia. Ya sabemos que todo no se puede porque los números abruman: el Hermitage tiene 1786 puertas, 1945 ventanas, 3 millones de obras. Dicen los que sacaron cuentas que si uno le dedicara medio minuto a cada una de ellas, en jornadas de 8 horas, se tardaría 5 años y medio en verlas todas. Se necesita tiempo y paciencia para ver avanzar la cola de 200 metros después de haber pagado 700 rublos (poco más de 10 dólares). Entramos por fin, nos encandilamos con el lujo de los techos, los ventanales con vista al río, los pisos tallados, los caireles de las arañas y las obras de arte que empezó a coleccionar Catalina la Grande, hace dos siglos y medio. Hay que subir y bajar (117 escaleras recorrían los zares) hay que meterse por laberintos o mirar el mapa de las 1500 habitaciones, convertidas en 400 salas, hay que abrir los ojos para recoger algo, un poquito, de todo lo que se ofrece. Un Rembrandt por acá, un Bruegel joven del otro lado, un Picasso allá enfrente, esculturas sarcófagos, joyas... Tres horas de visita nos dejan de cama, hay que parar la moto, comerse un pelmeni, una ensaladita rusa que acá llaman olivié, una sopa de remolacha, tomarse una birra y seguir la recorrida: paseíto de hora y media por el río Neva y los canales de la Venecia rusa, con vistas alucinantes de la iglesia de la Sangre Derramada y hay que caminar un poco para montarse en el Metro que nos lleve a la estación. Pero acá, un poco son cuatro, cinco, diez cuadras y después otras más bajo tierra hasta embocar la estación que nos permita combinar y preguntamos una y otra vez: it vinisie (perdone), spasibo (gracias), jarayó (bien) y vamos y vemos algo de fútbol de reojos y escribimos desde la estación con wifi y todo y ya es de noche y tomamos el tren que nos lleva de vuelta a Moscú. El andén mide como un kilómetro. Tenemos el vagón número 1, el último de la fila de 15. Era de cajón. Caminante hay camino y hay que andar. Tren en marcha a ciento cincuenta kilómetros por hora. Siete horas de tren, en camarote, con dos camas marineras. Algo se puede dormir. Moscú. Siete de la mañana. Estación de trenes Moskva Oktiabrskaia que viene a ser algo así como Constitución, pero a lo bestia. Moscú tiene una población que triplica la de la Capital Federal. No se sabe de qué alcantarilla brota tantísima gente. En las escaleras mecánicas se forman filas de treinta metros, los rusos circulan con velocidad de F1. Nos hundimos en una de las escaleras mecánicas, ochenta metros hasta el fondo de la tierra. Subte en modo lata de sardina. Treinta y seis pasajeros sentados en cada uno de los ocho vagones. Treinta y seis mil parados, dejamos pasar uno, dos, vienen uno cada minuto y medio. Subimos. Dos estaciones, combinación, doce estaciones más y minibús hasta Skhoidnya, cansa de solo escribirlo. Pero aquí estamos, felices todavía por la victoria contra Nigeria, agotados por los largos viajes, tenemos que dormir un poco y reponer energías porque hay que subirse a otro tren que en 13 horas nos depositará en Kazan, donde se jugará el partido contra Francia. Allá iremos. Sabemos cuánto de privilegiados somos y no hay que llorar, Moscú no cree en lágrimas.