Cuando la pantalla del estadio de San Petersburgo, minutos antes del parto sin epidural contra Nigeria, mostró la imagen de Jorge Sampaoli, de la mayoría de los hinchas argentinos que ocupaban las tribunas surgió uno de esos gritos de reprobación que solo se escuchan cuando la megafonía anuncia al jugador más talentoso del equipo rival (Neymar, por ejemplo) o al más simbólico (Arturo Vidal y su peinado de galletita surtida). Fue una reacción instantánea como si desde el atril de un acto de Cristina Fernández de Kirchner alguien mostrara una foto de Mauricio Macri, o viceversa, o si en un recital de Damas Gratis sonara una canción de Soda Stereo: silbidos, gritos, gente diciendo cualquier barbaridad, algunas graciosas, la mayoría agresivas, también amenazantes. Unos segundos antes, las imágenes de los jugadores que serían titulares ante los africanos habían despertado ovaciones (Lionel Messi), aplausos sostenidos (Gonzalo Higuaín) o indiferencia (Marcos Rojo, a quien lo esperaba la reivindicación de la clase obrera), pero nadie había sido cuestionado. Con el agua al cuello después del 0-3 ante Croacia y los días autodestructivos que le siguieron, los hinchas habían decidido hacer causa común con los futbolistas: nadarían juntos hasta la orilla, se salvaran o no, pero a Sampaoli no le darían ni un salvavidas.
El público argentino necesita culpables. Al menos en la primera ronda de Rusia 2018, no disfrutó del Mundial: lo atravesó. Lo que para otros países era una fiesta para Argentina fue una carrera de obstáculos. En los minutos previos al partido con Nigeria, los hinchas también cantaban contra los putos periodistas (yo lo hice y fue muy divertido), y saltaban (saltábamos) para no ser ingleses, pero la mayoría necesitaba un rival más preciso, más concreto, y nadie más fácil que el entrenador. Sampaoli, efectivamente, había cometido una serie de errores que habían dejado su cabeza entre los dientes de un león hambriento: un revoltijo de cambios de jugadores y de tácticas de un partido para el otro (una ensalada condimentada por futbolístas bravos, que quieren imponer su autogobierno), apuestas individuales a las que les faltaban minutos u horas de cocción (como si mi jefe me pidiera que escribiera para un medio de Estados Unidos con mi inglés apenas entusiasta) y discursos paralelos a la realidad (interesantes conferencias de prensa y desconcertantes producciones futbolísticas) lo convirtieron en el personaje apuntado. Lo curioso, o no tanto, es que estaba a punto de escuchar otras razones, fueras del fútbol, propias de la grieta.
-¿No lo querés ni un poco a Sampaoli, ¿no?, –le pregunté a mi hasta entonces desconocido compañero de asiento en el estadio, en un córner de la tribuna enfrente de las cámaras de televisión, un cordobés que había pagado 300 dólares por una entrada de 165 y que era capaz de pagar otros 300 si eso incluía el derecho de insultar al entrenador con cuatro pulmones–.
-Nooo, qué lo voy a querer, a ése ch… p… Sampaoli, –me respondió, inaugurando el adjetivo irreproducible que repetiría decenas de veces en la noche, en especial cuando el técnico ordenaría el ingreso de Maximiliano Meza–.
Pero apenas su vecino de platea escuchó que hablábamos de Sampaoli, saltó como un resorte, como Víctor Moses lo haría después de convertir el gol de Nigeria: el fisgón era de La Pampa y tenía muchas ganas de hablar, pero más de insultar al técnico. Era de esos hinchas que, si tuviera que despedirse del mundo con una frase en ese momento, tal vez habría elegido “Sampaoli la p… que te p…”.
-¿Y cómo me va a gustar Sampaoli si se sacó una foto con Cristina?,- intercedió ese tercer hombre, pampeano de Santa Rosa, cuando faltaban 10 minutos para el partido.
Hasta esa noche contra Nigeria no había visto ningún partido de Argentina, de este Mundial, en el estadio. Los había sufrido por televisión y estaba informado (o sobreinformado) del revoleo de estiércol que le siguieron en los días siguientes, como si fuera la versión futbolística de la escena de la sábana con diarrea de Trainspotting que Spud y su suegra terminan desparramando por todo el comedor; pero aún así, y partiendo de los errores de Sampaoli que habían dejado al equipo al borde de la eliminación, algunos por haber cedido a la presión de los jugadores, otros puramente suyos, no esperaba tanta animadversión, semejante ira, de los hinchas hacia el técnico. En Argentina hay mucho amor por el odio. Fue difícil hacerse el sorprendido cuando los hinchas de Latinoamérica, en las calles de Moscú, se unieron para cantar “América Latina, menos Argentina”.
-Pero si Mascherano dio una charla con Macri una semana antes de las elecciones presidenciales –intenté bajarle los decibles–.
–¿Qué tiene que ver Sampaoli y Cristina? ¿A Masche le criticás por haber hecho campaña por Cambiemos?,- le repregunté al pampeano, que primero titubeó, y luego lanzó un “también está mal lo de Mascherano”, y me dieron ganas de decirle que no, que era al revés, que es una bendición de la democracia que los futbolistas, como en cualquier otra profesión, digan qué candidato prefieren–.
-Y bueno, hermano, es así. Estamos divididos. Hay que aceptarlo –intercedió el cordobés–.
Es extraño el público de los Mundiales. Una masa inclasificable. Hay muchos pibes que gastan lo que no tienen, que pidieron préstamos, que se hipotecaron, o que ahorraron durante cuatro años para seguir a la Argentina por Rusia como antes lo habían hecho por Alemania, Sudáfrica y Brasil y en el futuro lo harán por Qatar y Estados Unidos, México o Canadá. “No me fui de vacaciones todo este tiempo, junté peso por peso y estoy acá”, me había dicho un hincha correntino en la Plaza Roja de Moscú, una semana atrás, antes de quejarse porque barrabravas de Rosario Central revendían entradas a 500 dólares. Gente que espera los partidos con nervios, como si ellos fueran a jugar, que de verdad sienten que la patria en pantalones cortos está en pugna. También hay barras, aunque en este Mundial están más disimulados, entremezclados con tipos a los que les interesa más la selección que sus equipos, grupos de amigos que no van a la cancha los domingos en Argentina pero aprovechan –y disfrutan– el Mundial como si fuera un viaje “autorizado”. Y también hay en la tribuna –mucho– gerente de empresa con ingresos mensuales de seis dígitos, el fútbol visto con ojos de palcos, una continuidad de una de las postales más desiguales de Brasil 2014, cuando los negros construyeron estadios para que los blancos brasileños vieran a su selección. Alguna vez la AFA debería invitar a un partido del Mundial a 10 hinchas de bajos recursos, de esos que van a la cancha todos los domingos, para que la fiesta de la Copa del Mundo sea una celebración de pueblo, no sólo de clases medias y altas. El fútbol argentino también es grande por los hinchas que van a un Defensores de Belgrano-Atlanta o un Banfield-Olimpo de mitad de tabla.
Después de un buen primer tiempo de Argentina en el que Sampaoli dejó de ser, para mi compañero de asiento, un ch… p… (no tardaría tanto en volver a serlo), la antropofagia en las tribunas retomó de la manera más argentina. Dos filas debajo, un hincha miraba el partido de pie. Se suponía que era por la tensión, o por el viejo rito de las populares de los estadios argentinos: el fútbol se mira parado. Pero quien estaba en la fila de arriba, y debía erguirse para ver el campo de juego le empezó a insistir para que se sentara. Las 15 personas que estábamos alrededor comenzamos a tomar partido por uno u otro. La situación se puso tensa. El hincha que estaba de pie mostró finalmente el motivo que le impedía sentarse: tenía un yeso en la pierna y no podía doblarla. Era una razón incontrastable, pero para muchos ya era demasiado tarde: habían comenzado las amenazas y hubo algún revoleo de manos entre gente que no sólo no se conocía, sino que además se presumía muy educada, o al menos con esa posibilidad –había pagado más de 150 mil pesos por el viaje–. Lo que evitó lo que parecía una pelea inminente fue el penal que Javier Mascherano cometió en nuestro arco más lejano y que nadie vio, pero sí escuchamos, cuando alguien anunció de fondo: “Déjense de pelotudeces que hay penal para Nigeria”. El drama colectivo, la inminencia del desastre patrio, volvió a unirnos.
En San Petersburgo no podía hacerse de noche para Argentina –ni para Messi ni para Sampaoli– porque el día dura 24 horas. Una vez que llegó el gol de Rojo y los festejos del final, el pampeano ofendido con Sampaoli porque se había sacado una foto con Cristina –o eso dijo, pero en verdad en Google aparece una imagen del entrenador con Macri en la Quinta de Olivos–, duplicó el motivo de su felicidad:
-¡Ahora que nos toca Francia se me revalorizaron las tres entradas que tengo de más! Y encima son Hospitality (de lujo). Las voy a vender una fortuna, –me dijo, mientras allá abajo los jugadores, que finamente habían llegado hasta la orilla, no querían dejar la cancha–.
Fue entonces que recordé una frase que hace varios años le escuché decir a Pablo Llonto, colega, que “los Mundiales son de los jugadores, no de los periodistas”, y la trasladé a algunos de los hinchas presentes en Rusia, a los que seguramente el fútbol no les volverá a importar hasta Qatar 2022, cuando volverán a un Mundial para insultar al enemigo de turno y hacer cuentas de dinero. Que me perdonen los pibes que ahorran cuatro años enteros para seguir a la selección: ésos sí que emocionan, ésos sí que merecen lo mejor.