A la justicia penal siempre le ha costado llevarse bien con la encomienda cultural de descubrir la verdad. Esa verdad se ha impuesto desde la inquisición como exigencia de legitimidad de sus decisiones, pero el sistema de justicia penal nunca ha tenido las herramientas, la organización, ni la formación adecuadas a tal función.
En estos días (aunque el proceso se repite de modo cíclico con los cambios de gobierno), a la justicia penal federal, para colmo de males, se le exigen decisiones urgentes, que puedan ser utilizadas por el nuevo poder político de turno. Si no pueden ser condenas en juicio oral, entonces buenos son los procesamientos, y si pueden tener el premio del encarcelamiento del investigado mejor. Enjaular personas es una tarea que, a diferencia de investigar bien, el inquisidor siempre ha hecho con cierta eficacia.
Si tampoco se logra procesamiento o cárcel, entonces la estigmatización infamante es una buena solución a través de denuncias realizadas por políticos con prensa o por periodistas que ahora no solo traen la noticia, sino que la crean y se asocian al juez o fiscal en su éxito o fracaso.
En las últimas horas, la justicia federal de la Capital Federal ha vuelto sobre algunos lamentables pasos dados en el pasado y ha encontrado en el procesamiento de ex funcionarios públicos por el delito de asociación ilícita la solución a investigaciones paupérrimas, violaciones sistemáticas a la garantía del derecho de defensa y, sobre todo, a las presiones que ejercen algunos medios de comunicación.
El uso de la figura del artículo 210 del Código Penal es francamente incorrecto y procesalmente inadmisible, sin embargo algunos jueces tienen la divagante sensación de que se trata de una figura típica que al funcionar en la super estructura fáctica no requiere demostrar casi nada: para peor cuando se pretende criminalizar a un gobierno alcanza con la descripción de los roles funcionales de cada integrante, ¡ni siquiera hay esfuerzo por demostrar la misma asociación!.
El artículo 210 del Código Penal, que se ubica entre las figuras que protegen el orden público, reprime con una enorme pena de encarcelamiento (de tres a diez años) el que tomare parte en una asociación o banda de tres o más personas destinada a cometer delitos por el solo hecho de ser miembro de la asociación.
La pregunta siempre ha consistido en qué tipo de delitos pueden formar parte de los objetivos de la asociación para que resulte legítimamente aplicable el tipo penal de la asociación ilícita. La primera respuesta es casi obvia, no se trata de cualquier grupo de delitos, sino que existen criterios para definir, en base a los objetivos criminales de estos grupos de personas, en qué casos es legítimo reprimir la organización en sí misma. Sobre todo teniendo en cuenta la enorme escala penal del artículo 210.
¿Qué sucede en los casos habituales? Rigen las reglas normales. Quienes se juntan para cometer un delito son responsables en el carácter de coautores del delito que hayan cometido. Si uno del grupo solo ha prestado una colaboración es cómplice y si otro es quien ha incitado al grupo a emprender la empresa criminal, es instigador y tiene la pena del autor.
Ahora bien, ¿cuándo es legítimo aplicar la pena del artículo 210 a quienes se organizan para cometer ilícitos?. O, mejor dicho, ¿en qué casos no es posible aplicar esta figura?. La cuestión ya fue analizada por nuestra Corte Suprema de Justicia en el fallo Stancanelli, de allí hemos aprendido que esta figura no puede ser utilizada para criminalizar supuestas organizaciones ilícitas destinadas a la realización de delitos, que pueden ser graves, pero nunca afectar la tranquilidad pública. Es el caso de los supuestos delitos cometidos por la supuesta organización del gobierno anterior que en todo caso no produjeron alarma colectiva o temor de la población de ser víctima de delito alguno (como exigiría según la Corte Suprema desde el 2001 la configuración del delito de asociación ilícita).
El Estado cuando estipula un delito (por ejemplo el homicidio), también está legitimado para anticiparse y castigar en un momento antes que se produzca el resultado de ese delito originario. La generación de un peligro de que eso suceda es la tentativa. Pero, por imperio del principio de proporcionalidad ello tiene la ventaja de que el Estado llega antes, pero tiene la desventaja de que interviene frente a un delito de menor entidad, y por lo tanto, que merece menor pena. Cuanto más lejos estoy de que el delito se concrete menos pena tengo, cuanto más cercana es mi intervención a la lesión principal del bien, mayor pena merece el acontecimiento.
Eso sucede con la sanción de la asociación ilícita. Se trata de castigar de modo previo la generación de un peligro de que pueda cometerse un ilícito que de ejecutarse merecería una pena mayor a la prevista por el art. 210. Por ejemplo, con esa norma el Estado puede anticiparse a la ejecución de “un hecho dirigido a someter total o parcialmente la Nación al dominio extranjero o a menoscabar su independencia o integridad” (art. 215, I. Del Código Penal). Un delito que de ejecutarse merecería una pena de prisión perpetua.
Ese delito, el del art. 215, de haberse llevado a la práctica tornaría sin sentido la aplicación del art. 210. Sería como sancionar un caso de homicidio, además con la pena de la tentativa, que de modo obvio también se ha ejecutado. La pena del homicidio ya incluye la pena de la tentativa.
La figura de la asociación ilícita no es de lesión o resultado (porque no exige para su aplicabilidad un perjuicio determinado), sino de peligro concreto o, incluso, peligro abstracto (ni siquiera requiere demostrar el peligro para el bien jurídico protegido). Si esto es así, entonces, si en el caso se demostrara que no solo ha operado una asociación, sino que esa intervención del supuesto grupo criminal ha generado perjuicios notables al Estado, esos perjuicios notables deberían desplazar al delito de peligro, justamente porque son de resultado. El juez debiera haber procesado (si tenía los elementos para ello) por las supuestas malversaciones, peculados, cohechos, incumplimientos de deberes, etc. El ardid de suplantar la ausencia de prueba con invocaciones a fogosos fuegos festivos artificiales relacionados con el festival de daños económicos al Estado ha sido la propia pena de muerte de la decisión de procesar. Y es de consecuencias devastadoras sobre la lógica del análisis judicial y demostrativa del nivel de arbitrariedad de la decisión. La figura de la asociación ilícita es una de las formas de lo que se ha llamado “adelantamientos a la punibilidad”. Esto, nuevamente, transforma a la decisión del juez federal en insostenible.
En el 2001, la Corte Suprema decía en el fallo Stancanelli:
“Resulta necesario llamar a la reflexión a los señores jueces y fiscales de las instancias inferiores intervinientes en causas de significativa repercusión como la presente sobre la necesidad, frente a una opinión pública -sea formada espontáneamente u orientada por los medios masivos de comunicación- particularmente sensible ante hechos reales o supuestos, de corrupción administrativa, de extremar la atención en el encuadramiento legal de los hechos imputados a funcionarios o ex funcionarios.
Nada se resuelve creando delitos de la nada ni buscando el tipo penal que permita el procesamiento con efectiva privación de la libertad para luego acomodar los hechos a la figura, invirtiendo así el orden lógico del razonamiento.
Demasiados problemas han ocasionado a la República las represiones ilegales del pasado para que ahora se intente la represión de los delitos contra la administración o que perjudiquen el erario público por caminos aparentemente revestidos de legalidad pero en definitiva ilegales.
No es cuestión de satisfacer a la opinión pública presentándose como adalides de la lucha contra la corrupción administrativa sino de aplicar rigurosamente el ordenamiento jurídico sancionado mediante la utilización de los medios legítimos suministrados por el derecho a aquellos que lo violan.”.
En ese fallo, el máximo tribunal tuvo que corregir el dislate de considerar que un gobierno, o parte de él, era en sí mismo una organización ilícita, incluyendo además a un empresario (como hoy Lázaro Báez) que no era funcionario en esa organización.
Pasaron 16 años. Es llamativo que el fallo Stancanelli ha sido citado por el juez Julián Ercolini, pero, imaginamos, solo de forma decorativa. La historia se repite. Y algunos jueces no aprenden ni de la historia política ni de la historia judicial.
* Profesor titular de Derecho Penal (UBA). Letrado defensor de Lázaro Báez.