El duelo a navajazos terminó. Pájaro Tamai, echado en el suelo, boca arriba, le parece que la vuelta al mundo del parque de diversiones de su pueblo sigue moviéndose. Como si la simetría del destino quisiera redimir en la proximidad de la muerte el odio que los quemó en vida, muy cerca está Marciano Miranda, echado boca abajo, con un solo ojo abierto. Los jóvenes enemigos, herederos de un rencor familiar que empezó con el robo de un perro galgo, se están muriendo. La agonía enciende la memoria y los dos comienzan a recordar. Los recuerdos se les vienen como trompadas de locos, uno atrás de otro, desordenados. En Ladrilleros, novela publicada en 2013 por Mardulce que se vuelve a reeditar y es el último título de la colección “8M”, que saldrá mañana con la edición de PáginaI12, Selva Almada narra una tragedia excepcional en un pueblo del sur del Chaco, a fines de los años 90, donde el amor entre dos hombres es vivido por el hermano mayor del homosexual asumido como una cuestión donde se juegan el honor y la venganza.
La mirada de Almada (Villa Elisa, Entre Ríos, 1973) se ilumina cuando recuerda a un ladrillero que ella quiso mucho. “Lolo Bertone, a quien está dedicada la novela, era un tío de mi mamá. Él vivía solo en el campo, cerca de Villa Elisa, siempre fue soltero y nunca se casó. Y vivía de una manera muy pobre, en un rancho, con muchos perros. Como pongo en la dedicatoria, para mí era un espíritu libre y siempre me provocó mucha admiración y mucho cariño, sobre todo de más grande, cuando me di cuenta de que el tipo era un personaje muy raro. Yo conocía cómo podía vivir y pensar una familia de ladrilleros por mi tío”, cuenta la escritora en la entrevista con PáginaI12.
–”Ladrilleros” tiene algo de “Romeo y Julieta” de Shakespeare, como si hubiera intentado escribir esa tragedia, esa historia de amor entre dos hombres cuyas familias tienen un viejo rencor, en un pueblo del Chaco. ¿Cómo surgió esta novela?
–La idea salió de una anécdota que me habían contado. En un pueblo de Chaco, en un parque de diversiones, dos familias que se tenían bronca se habían agarrado en el parque, había habido un tiroteo, algunos habían salido heridos y muertos otros. Cuando me contaron esa historia, me había interesado la tragedia en un parque de diversiones. Que ese haya sido el escenario de una pelea tan cruenta me parecía muy potente narrativamente. Pensé en que no fueran los padres, que son los que empiezan con este rencor, sino que fueran los hijos los que son herederos sin querer de ese odio que atraviesa a sus padres. Y empecé con la escena del comienzo: los chicos, después de haber tenido el duelo, muriéndose. Pero cuando arranqué no tenía claro el motivo, qué es lo que había desatado el duelo. Me puse a pensar qué podía ser y pensé enseguida en Romeo y Julieta, una tragedia clásica, dos familias enfrentadas, y ahí se me apareció que en vez de ser una chica y un chico ese amor se diera entre dos muchachos y que eso despertara pasiones muchos más encendidas en un pueblo, en una clase baja como es la extracción de los personajes, donde la homosexualidad todavía está muy mal vista. Desde Buenos Aires o las ciudades más grandes estamos muy acostumbrados a las parejas del mismo sexo, pero todavía en los pueblos la homosexualidad es muy resistida. Entonces se me apareció la historia de Romeo y Julieta, pero en clave gay.
–Hay un trabajo especial con la oralidad, que se siente en el uso de ciertas palabras como “chango”, “vagoneta” y “tarambana”, entre otras. ¿Cómo trabajó el lenguaje de los personajes que viven en ese pueblo?
–Me interesa trabajar con la lengua oral, ver cómo se podía incorporar eso a la narrativa escrita. En El viento que arrasa, que es la novela que escribí antes, había aparecido muy tímidamente esa intención en algunos fragmentos, pero todavía no me animaba. Cuando empecé a escribir Ladrilleros, el lenguaje, esa seudoralidad, tenía que ser más potente, tenía que conformar la poética del libro. El cómo era casi más importante que lo que iba a contar. Me había pasado que en El viento que arrasa, donde usaba algunos localismos, los lectores del Chaco, porque la otra novela también transcurría ahí, me cuestionaban. Me decían que “chango” no se dice en el Chaco, pero en la zona donde transcurre la novela sí porque está al lado de Santiago del Estero. Tenía que hacer aclaraciones del uso de algunos términos. Entonces para evitar eso me dije que tenía que armar un lenguaje propio, donde puedan aparecer algunos localismos de la zona donde transcurre la historia. Se me ocurrió usar algunas palabras y giros que conocía y mezclarlos con algunos modismos y localismos de Entre Ríos cuando yo era chica, palabras que ya no se usan tampoco, y algunas cosas del Conurbano de fines de los 90. Es como si metiera todo en una coctelera, la agitara y saliera lo que sale, un poco para borrar y que no aparezca el “acá no se dice así”… La idea era que el libro tuviese su propio lenguaje, una especie de híbrido que tomara palabras y giros de distintas zonas y de distintas épocas.
–Uno de los policías, al final de la novela, dice: “¡Qué desperdicio, mierda!”. Esa idea de “desperdicio” parecería remitir al prejuicio de que si un hombre está con otro hombre es un “desperdicio”, una marca léxica de las fobias de la heterosexualidad. Ese comentario del policía, ese uso de la palabra “desperdicio”, ¿está en esta línea de interpretación?
–No, lo dice en el sentido de los jóvenes que eran. Un poco por ese valor supremo que le damos a la juventud de pensar que a los jóvenes les espera un futuro brillante, que es lo que trae aparejada la muerte trágica de la juventud. Se piensa si esa persona hubiese llegado a la edad adulta, hubiese sido exitosa en su vida o hubiese tenido una vida maravillosa, cuando la verdad es que no lo sabemos. Lo dice en el sentido de que han malogrado sus vidas tan jóvenes. Esa frase final está más referida a la edad de los personajes y al hecho de haberse matado de una manera tan estúpida, que a la sexualidad. De hecho no se sabe si los policías saben por qué se mataron.
–¿Por qué la muerte de Elvio Miranda, el padre de Marciano, no queda resuelta en la novela y nunca se sabe quién lo mató?
–Tiene que ver con la lógica de esos pueblos, donde las investigaciones de la policía son nefastas, nunca tienen idea de nada e inmediatamente aparece otra cosa, como el robo del banco, entonces el muerto ya está muerto y además era alguien que en algún momento lo iban a matar. Se investiga con mucha displicencia y nadie se esmera mucho en averiguar qué pasó realmente. Son vidas muy libradas al azar, donde hay una carga de violencia general que va como subterránea y que a veces explota por tonterías. Que tiene que ver con un montón de factores, con las pocas posibilidades de futuro que hay en estos lugares, con la marginalidad, con la falta de educación, que hacen que esas vidas no tengan demasiado valor para nadie. Y también el alcohol. Hay mucho alcohol en Ladrilleros y hay mucho alcohol en esos lugares. El alcohol es el que engendra esas tragedias. Las muertes en las peleas de bar son una cosa muy habitual y tiene que ver con lo poco que valen esas vidas y la falta de expectativas. Son como vidas medio entrampadas en sí mismas, sobre todo la de los ladrilleros de esta historia, que son pibes pobres de familias pobres, donde no hay salida.
–¿Por qué decidió contar la novela fragmentariamente?
–Yo había tenido muchos problemas para encontrarle un final a El viento que arrasa, entonces cuando arranqué con Ladrilleros empecé por el final: los dos personajes se van muriendo a lo largo de la novela. El presente de la novela es la agonía, unas pocas horas, y en el transcurso de esa agonía se va reconstruyendo cómo habían llegado hasta ahí. La idea de lo fragmentario estuvo desde el principio, pero no sabía cómo se iban a ir dando los flashbacks y qué parte de la vida de ellos iba a contar. De hecho, cuando revisé la galera para publicarla en la colección “8M”, pensé: “le sacaría unas treinta páginas”. Y es una novela corta. La escribí en muy poco tiempo y después la revisé mucho en el taller de (Alberto) Laiseca y también con María Moreno. Yo ya había escrito varias escenas en las que no se sabe muy bien si ya se murieron o no, y María me ayudó a que hubiera más de esas escenas, a que se enrareciera un poco más el ambiente.
–En la novela, Ángel es el marica del pueblo, el homosexual asumido, pero Pajarito no. Al principio le agarra una especie de ataque de hipervirilidad y se esfuerza por querer parecer heterosexual.
–Hay una frase hecha en los pueblos que es: “un puto es el que se deja”, como que un hombre se puede coger a un tipo. Si es él el que la pone, no es puto. Eso es como una ley en los pueblos; pueden estar por diversión o por lo que fuera con una travesti. “Si no ponés el culo, no sos puto”. Al principio a Pajarito lo espanta la idea y no se siente puto porque estuvo con un puto. Pero después aparece el amor. Me interesaba que pudiera suceder el amor con alguien que hasta ese momento se creía o se pensaba heterosexual y que se enamora de una persona, con todo el drama y la contradicción que le causa porque esa persona es un varón. Y es un marica, porque Ángel sí es un marica. Y además es el hermano de su enemigo. Marciano lo toma como una afrenta. Él puede aceptar que su hermano sea gay, pero no que se enamore de su enemigo. En esa decisión de Marciano de querer matarlo al otro hay un gesto de protección hacia su hermano: piensa que es una trampa del otro para después burlarse y decir que en esa familia son todos putos.
–Las dos mujeres principales de la novela son Celina y Estela. ¿Cómo es el mundo de estas mujeres ante esos machos que confrontan, que se pelean, que se odian?
–Son mujeres muy fuertes y muy poderosas, en el sentido de que tienen estos maridos en los que no se puede confiar, entonces son las que llevan adelante la casa, la economía familiar y la educación de los hijos. Al mismo tiempo, tienen todas las posibilidades para ser unas feministas del carajo, pero son terriblemente machistas. Son personajes que me resultan muy atractivos por sus contradicciones. Estela cuando empieza a ganar plata con la costura le deja plata al marido para sus vicios, para que no se la tenga que pedir a ella y se sienta disminuido. Ellas, para seguir teniendo amor, respeto o lo que sea, lo tienen que seguir sintiendo como el que maneja la cuestión. Son minas muy emprendedoras y muy fuertes, que no reconocen el poder que tienen. O no se dan cuenta.
–¿Por qué Tamai y Marciano murieron rápido, tal como vivieron?
–Para no hablar solamente de las muertes en peleas, tengo el recuerdo de muchas muertes en accidentes de jóvenes: accidentes de moto, accidentes en autos; pibes que van a bailar al pueblo de al lado y cuando vuelven, borrachos, se matan. Las vidas transcurren demasiado rápido, tan rápido que se estrellan contra algo. Y esto tiene que ver con la falta de expectativa, de horizonte, con la falta de futuro o de encontrarle una salida a esa cosa que significa vivir en un pueblo. Como si no hubiera otro destino que hacer lo mismo que hicieron tus padres. Yo pensaba en mí y en cómo me mantuvo enfocada el deseo de irme del pueblo. A los 9 años dije: “quiero ser periodista”. Después no fui periodista, pero no importa. Ese deseo me sacó de Villa Elisa y me fui a estudiar a Paraná. Tenía el apoyo de mi madre y eso me ayudó. Para mí fue muy dura la adolescencia. Lo que me mantuvo bastante espabilada y cuerda era saber que yo me iba a ir del pueblo.