En los ojos de los que esperan sin pasaje, de los que pegaron la entrada correcta, de los que tienen plata para el avión, de los que hacen dedo, de los que se suben a una combi de alquiler, de los que saben que la suba del dólar llenó de deudas sus tarjetas para la vuelta, de los que van a ver qué pasa, de los que alquilaron un auto, de los que fueron a otras ciudades con pasajes más baratos y verán cómo llegar al destino final, en todos, pero le juro que en todos esos ojos, se ve una condición bíblica que hubiera maravillado al milagrero de occidente: esos tipos creen sin ver.
Las ansiedades de los que creen están ahí, en un vagón en el que la temperatura toca los 40 grados y en el que un montón de chabones saltan y gritan para ver si el tiempo pasa más rápido: son 12 horas de tren hacia Kazán, donde habitan los sueños de todos los chivados que hacen que las paredes de esta lata rusa tiemblen como nunca antes temblaron. Si están apostados en el paraavalancha de esas mesas es porque no tenían pasaje de ferrocarril, fueron a la estación igual a ver qué pasaba y lograron que los rusos, superados por la situación, los metieran al comedor del transporte para luego intentar darles el lugar vacante de alguno de los lugares de los que no llegaron a tiempo.
Las certezas de los que creen van en una combi de alquiler con un chofer que les hace comentarios en ruso a un grupo de amigos argentinos que no entienden absolutamente nada, pero que dicen todo que sí. Si Vitaly, el hombre que los trasladará durante 12 horas de Moscú a Kazán, se enoja porque no se ríen de sus chistes, la cosa podría no terminar del todo bien. Se trata de resguardar los 100 dólares por cabeza de gasto en el trayecto: 75 para el local que conduce y 25 para comprar algunos sánguches y un poco de vodka que hará que todo no sea tan extenso.
La valentía de los que creen va con Lola, que acaba de darse cuenta que no tiene ni idea de dónde viajará. Se metió a una página de Internet, vio que alguien armaba un micro hacia la ciudad en la que juega la Selección y se mandó. Sacó. Mientras engulle una ensalada y respira aliviada porque una de sus amigas acaba de separarse de un novio violento y manipulador, pregunta por todos lados y se queda tranquila. “Aparentemente es un lindo ómnibus”, cuenta segura. Todavía tiene entre 12 y 14 horas de ruta por delante, en las que buscará sacar agua de las piedras con su celular y comprar la reventa más barata posible. Sola, ilusionada y en camino, lleva a la convicción albiceleste entre sus manos.
La suerte de los que creen va por Rusia como sensación y como noticia en todos los canales locales: dos amigos argentinos se confundieron de ciudad y en vez de ir a ver a la Selección contra Croacia a Niznhi Novgorod, fueron a Veliky Novgorod, a 800 kilómetros de distancia. El relato desgraciado se convirtió en fábula y en leyenda cuando la historia se viralizó y funcionarios del gobierno ruso se contactaron con los hombres en cuestión para regalarles el viaje y las entradas para ver Argentina-Nigeria, el siguiente partido del conjunto de Jorge Sampaoli. “Van de parte de Vladimir Putin”, les dijeron. Ellos no se animaron a preguntar más.
La incertidumbre de los que creen se materializa de principio a fin en Laura, una jovencita que hace un par de meses decidió vivir la vida sin rumbo fijo. Por eso, empezó a recorrer el mundo de ciudad a ciudad, con lo que podía y sin grandes pretensiones. A Kazán llegó a dedo, junto a un camionero generoso que la sumó a su labor del día. Ayer, justo en el día de su cumpleaños, consiguió entradas por Internet y decidió mandarse. Aunque, claro, no tiene idea de qué hará luego del partido. Hace mucho que su historia no se hace planes que duren más de 24 horas.
Los que creen, dicen muchos, son unos 35.000 argentinos que en unas horas invadirán a la coqueta Kazán, punto de contacto entre los ortodoxos y los musulmanes rusos y paradigma de mixtura de culturas en el país más grande del planeta. La muchedumbre de ojos cerrados y corazones calientes tiene en claro que ni el juego del equipo, ni la economía, ni el rival, ni la lejanía, ni el permanente choque con la frialdad del ruso, ni el entrenador, ni la AFA, ni la política, ni la logística hubieran siquiera hecho dudar sobre pensar en llegar de estas maneras a estos lugares. Sin embargo, allí donde la razón parece no mandar, hay un postulado que funde a todas las respuestas en una: los que creen vienen porque tienen claro que no hay nada más emocionante que mirarte a la cara con los tuyos y saber que estás en casa. Porque un abrazo de gol a 14.000 kilómetros de Buenos Aires ya es una enorme razón para ser parte, orgullosa y digna parte, de un grupo de locos que prefiere entregarse a la hermosa incertidumbre de confiar sin haber visto.